La
tía Lucía estaba cada día más consumida. Cada
invierno se llevaba un pedacito de ella, devolviéndonos a nuestro ángel con el
alma cada vez más empequeñecida. Las niñas echaban de menos sus historias
primaverales y sus tardes de juegos en la cocina, entre harinas, huevos, y moldes. En invierno yo hacía las magdalenas esperando a que ella recuperara
las fuerzas, pero el olor dulzón que desprendía el horno no era lo mismo. Los
restos de harina y almendras molidas no aportaban calidez ni armonía a la
cocina. Sólo engendraban desorden. No había hogar, ni brillo, ni risas, ni
canciones antiguas. El invierno llegaba a su fin, era hora de despertarla y
obligarla a volar, como cada primavera para que recuperara su jovial actividad.
-Tía
Lucía tienes que reponerte, pronto regresarán las golondrinas. Las niñas
esperan ansiosas poder disfrutar de la cría, observar contigo el regreso de las
madres, y escuchar el trino de los
polluelos reclamando alimento y mimo.
Las
niñas disfrutaron solas del espectáculo de los primeros vuelos rasantes. La tía
Lucía parecía no tener prisa por salir a saludar a sus queridas golondrinas. La
vestí y obligué a salir al calor del jardín para contemplar con María y Berta
la música y el baile de nuestras amigas. Pasó una buena tarde, y por fin salió
de su letargo.
Me
despertó el sonido de los pucheros, el olor a croissant de mantequilla, a risas manchadas de chocolate y trinos
de bienvenida. Bajé a la cocina. Me
emocioné al comprobar que por fin había recuperado su esplendor. Estaba llena
de ternura, de color y vida. Disfruté del aroma y estreché a tía Lucía entre
mis brazos. Quería a esa anciana como a mi vida.
Llegaron
las primeras crías, los trinos hambrientos, y el estrés de las madres. Lo
celebramos con bizcochos, cocas y pastas. Con sobremesas limpiando cacharros, con trapos repletos de manchas y
conversaciones dulces. Quedaba un largo verano y todo un otoño para disfrutar
de la compañía de la tía Lucía.
Los
polluelos crecían y se asomaban curiosos al mundo. Nosotras les saludábamos con
limonada y te frío, acompañados de tarta de manzana y pastel de cereales.
Me
levanté temprano y salí al jardín con un café cargado. La casa dormía en
silencio y las golondrinas estaban en calma. Descubrí una cría en el suelo.
Estaba muerta. La acuné en mi mano con el alma encogida y la escondí para que las niñas no pudieran
verla. La tristeza me invadió, entonces caí en la cuenta de la quietud
desesperada que acechaba a la casa. Subí despacio las escaleras, sobrecogida,
con llanto seco, del que sale de lo mas profundo del alma. Entré con cierto desasosiego en el cuarto de
tía Lucía. Besé su frente y su mano. Acepté el final precoz del verano mientras
abría la ventana. Su alma se posó en el alféizar observando por última vez
aquel cuarto que la había protegido tantos inviernos y en los cortos descansos
del verano. Me miró un instante y emprendió el vuelo después de revolotear
sobre mi a modo de despedida.
Que entrañable Betty. Un buen comienzo con un bonito relato. No nos hagas esperar mucho... Bss
ResponderEliminarPues te veo, dentro de unos cuantos años eso sí, como a la tía Lucía, con tus galletas y tartas, con las manos siempre metidas en harina. Rodeada de tus niños y tus sobris
Eliminar¿Eras tú la que no sabías escribir....?
ResponderEliminar¡Fantástico relato que acuna!
No, hasta que consiga escribir como Abel, no sabré lo que es escribir bien. Creo que ni con siete vidas jeje
EliminarEs muy bonito, aunque un poco triste el final. Pero me llegan esos maravillosos aromas de la cocina. Puedo casi olerlos!!!! MJM
ResponderEliminarMuchas gracias MJM
EliminarBetty he leído todos los relatos seguidos y éste es el último, ..aunque el primero de ola entrega de octubre, están todos muy, muy bien....creo que la página en rojo sobra....enhorabuena otra vez¡¡¡¡¡
ResponderEliminarBesos
Besos para ti también.
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