viernes, 11 de julio de 2014

El peso de mis alas

Me sorprendo mirando al ocaso. De pie. Con los hombros caídos y la mirada perdida. Me viene a la memoria la imagen de Nicolas Cage en esa peli que protagoniza con Meg Ryan, en la que cientos de ángeles se reúnen en un lugar, al atardecer, supongo que para entrar en comunión con Dios y tomar nota de los encargos para el día siguiente. Consciente de mi postura me imagino con enormes alas, relajadas, «alicaídas». Sonrío ante la ocurrencia. Estúpido. Me sobresalto. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo demonios he llegado hasta este lugar? Siento un escalofrío ¿Será por nombrar al maldito? Sonrío de nuevo. ¡qué más da! Lo cierto es que, observando ese fuego que trata de apartar la colina para dejarse ver, me siento  bien. Hace tiempo que no sé lo que es sentirme en paz conmigo mismo. El mundo va demasiado deprisa, gira y gira como una noria sin control y yo no consigo bajar, poner los pies en tierra firme y sentir que se acabó, que vuelvo a tener el control sobre mi vida. ¿Qué hago pensando en eso? Tomé la decisión de dejarme arrastrar, que la marea me lleve donde quiera, a cualquier orilla, a cualquier playa. Que más da. Muevo mi cabeza como hace Tras, el perro de mis vecinos, hacia los lados, para despejar mi mente. Entro de nuevo en el coche y miro el reloj. Las seis. Que ganas de llegar a casa y tirarme al sofá.
            Las nubes aparecen al fondo de la carretera. Comienza a chispear. Acciono el limpia pues hace siglos que no llevo el coche a lavar y se ha formado una fina película de barro en el cristal. La lluvia arrecia y, de pronto, veo a un hombre mayor caminado por el margen izquierdo de la carretera. Se va a empapar, y lo peor, si sigue lloviendo así, puede que alguien lo arrolle. Paro en la cuneta y le doy una voz.
—¡Eh oiga! Suba, ¿le llevo a algún sitio?
El hombre se queda  mirando y no dice nada.
—Vamos hombre, nos estamos empapando, ¿no ve que es peligroso y se lo van a llevar por delante?
El hombre camina hacia el coche y sin mediar palabra se sienta en el asiento del copiloto.
—¿Dónde quiere que le deje?
No contesta. Aparto un segundo la mirada de la carretera y echo un vistazo al hombre.
—¿Se encuentra usted bien?
El hombre asiente.
Cesa la lluvia. El hombre lleva diez minutos en mi coche y no ha dicho ni mu.  Paro en el Plata. Un bar de carretera donde varios autobuses hacen parada técnica.
—¿Le viene bien aquí? Voy al baño. Si quiere puedo llevarle más lejos.
El hombre permanece mudo, mirando al frente, perdido en algún lugar al que no consigo llegar. Mi día no ha sido precisamente perfecto. Últimamente no tengo días perfectos, ni buenos, ni siquiera regulares. Me estoy impacientando. El hombre no reacciona. Decido hacer lo que he dicho. Guardo mi cartera, el móvil y desconecto la llave. Es un hombre mayor pero nunca se sabe. Entro en el cuarto de baño y observando las motitas de porquería de la pared me pierdo en mis pensamientos. Mi jefe parecía un hombre honrado y mira. De la noche a la mañana se ha fugado con la dependienta de la tienda de al lado. ¡La muy zorra! Su mujer me llamó para contármelo. ¿Qué voy a hacer yo ahora? Puedo vender las herramientas del taller y sacar algo de pasta. No, no puedo. Eso supongo que lo tendrá que hacer su mujer. Yo debería contárselo a Clara. Cuanto más tiempo pasa más difícil resulta. Quiero contárselo cuando haya encontrado una solución. Últimamente me he comportado como un capullo y no quiero estropear más las cosas. Me subo la bragueta y regreso al coche. El anciano se ha ido. Mejor. Arranco y me pongo en marcha. A doscientos metros encuentro al viejo haciendo autoestop en sentido contrario. Está pirado, pienso, y sigo mi camino.
            Observo el asiento de la derecha y veo un sobre. Lo reconozco. ¿Cómo a llegado hasta aquí? Juraría que lo dejé en casa. No sé. Debió caerse cuando saqué el dinero y el hombre, al salir del coche, ha debido dejarlo allí. No debería haber cogido ese dinero pero en ese momento pensé que tal vez, por una vez, podría tener suerte. Me equivoqué. Lo perdí todo y Andrés de momento se ha quedado con un futuro incierto. Soy un cretino.  
            El sol invade el coche por la izquierda. Giro el parasol y lo coloco en la ventanilla. Tras el cambio rasante observo un coche a unos cientos de metros. Tiene los warning encendidos y está frenando. ¡Mierda! Los coches de delante están parados. Así no hay forma de llegar a casa. Un policía dirige el tráfico. Hay un árbol atravesado en la carretera. Una grúa intenta apartarlo y el poli deja pasar en fila de a uno a los coches. Cuando me toca a mi me da el alto.
—No se puede pasar. De la vuelta.
—¿Cómo? ¿y qué pasa con esos?
—¿Con quiénes? —dice mientras mira hacia atrás incrédulo. —Haga el favor de circular.
—Pero…
—Circule, siga su camino.
—Pero…mi camino es por ahí. —Le señalo más allá del árbol.
—Circule, le he dicho. — dice enfadado.
Doy media vuelta maldiciendo. Deshago el camino durante cuatro kilómetros y entro en la gasolinera.
—Lleno por favor. —le digo al chico a la vez que le entrego las llaves.— voy a tomar algo.
El chico asiente. Yo voy directo a la barra y pido un Whisky. Un hombre más o menos de mi edad se sienta a mi lado.
—Le invito, —dice. —Dos cervezas sin alcohol.
Espero que pida lo mío pero no lo hace. El camarero sirve las dos sin y el hombre me acerca una de ellas.
—Yo pedí un whisky.
—Lo sé pero está conduciendo.
Y a ti, qué coño te importa, pienso.
—Todos nuestros actos tienen consecuencias. No deberíamos actuar tan a la ligera, —dice como si me hubiera leído el pensamiento. Y sigue y sigue hablando sin parar. Yo me pierdo entre la espuma de la cerveza. Esto es de locos.
—¿Tiene usted padre?
Escucho la pregunta y regreso a la barra de la gasolinera. No quiero contestar pero se lo debo. Le debo esta maldita conversación, por una sin, aunque lo que quiero es tomar un buen trago de whisky.
—Sí.
—Qué suerte. Yo lo perdí joven. Cuénteme, ¿cómo es su relación? ¿Es igual que cuando era niño? Mi padre decía que, un padre es un padre, a cualquier edad, bajo cualquier circunstancia.
Pienso en mi padre. Hace tres años que no nos hablamos y, todo por una tontería pero como dice Clara, soy un cabezota, por mantener el tipo la bola ha ido creciendo, cada vez cobra más volumen y nos separa. Es como un enorme planeta. Yo habitando en un polo y mi padre en el otro. Cualquier día de estos compraré una caja de frambuesas. Le encantan. Serán mi bandera blanca. Me duele la espalda. Serán estos malditos taburetes. Vuelvo a la realidad y mi compañero de barra se ha esfumado. La gente está pirada, pienso. Miro el reloj. Las seis. Regreso al coche y conduzco de nuevo. Siento un peso infinito en la espalda. Paso varias curvas y en la primera recta detengo el coche y salgo a estirarme. Me pierdo en el ocaso. La intensidad del sol calienta mi cara y mi cuerpo. Regresa la imagen de Nicolas Cage. Siento mis alas abatidas. Apagadas y polvorientas. Cierro los ojos y el calor de los últimos rayos me reconforta. Siento un escalofrió que hace batir mis alas. Una pluma tierna vuela solitaria. La tomo al vuelo y soplo. Observo como se aleja. Me dejo de tonterías, arqueo mi espalda apoyando mis manos sobre los riñones. Aleteo con mis brazos y tras los estiramientos regreso al coche.
            Soy un estúpido. La he jodido. ¿En que mierda me he convertido? No me hablo con mi padre. No soy capaz de decirle a Clara que perdí el trabajo y me juego el dinero de los estudios de Andrés. Estúpido. Estúpido. Algún día pararé esta maldita noria. Me bajaré. No quiero subir más. No voy a subir más. Afrontaré lo que sea y me comportaré como un hombre. No habrá mas decepciones. Te lo prometo, Clara. Acelero. Ya veo la casa. Acelero y no freno hasta casi chocar con la fachada. Freno de golpe y el roce de las ruedas contra la gravilla produce un ceceo familiar. Entro en casa ¡Clara! ¿Qué es esto? ¿una fiesta sorpresa o algo así? Veo a mi padre, a los padres de Clara, la mujer de mi jefe. Ya está. Se ha enterado de todo. Mierda. No es lo mismo confesar con valentía y reconocer que eres un mierda que tener que justificarte porque tu mujer ha descubierto que llevas meses mintiendo. No quiero perderla. Es lo mejor que me ha ocurrido. Por un instante me siento afortunado. Todos están serios. Callados. ¡Andrés! Cariño, ¿Dónde está Andrés?
Miro desesperado a todos lados. Está sentado en el suelo. Abrazado a sus piernas. Junto a él, tumbados en el suelo, descansan un puñado de playmobil. Respiro hondo. Miro a Clara. Está sentada en el sofá, abrazada a algo, perdida en el infinito, perdida.
            —   ¿Qué ocurre, cielo? —pregunto mientras camino hacia ella.
Clara se pone en pie y camina hacia mi. La abrazo. Una lágrima cae sobre su mejilla. La aparto con mi pulgar. Retiro eso a lo que ella se mantiene firmemente unida. Consigo despegar sus brazos del portarretratos. Lo observo un instante. Ambos sonreímos dentro de aquel marco. Recuerdos de tiempos mejores, pasados. La abrazo de nuevo y susurro que todo será como antes.
            Siento un dolor en mi espalda insoportable. Un relámpago ilumina el jardín. Clara sigue sentada en el sofá abrazada al marco. Acaricio su hombro.
—Lo siento.
El dolor de espalda no me deja respirar.  Salgo al jardín. Miro el reloj. Las seis. Observo el ocaso. Está diluviando y, sin embargo, el sol brilla en el horizonte. Siento el rojo intenso en mi cara. Siento el terrible peso de mis alas. Están mojadas y puedo oler el aroma caliente que desprenden. Siento ganas de vomitar. Pesan una eternidad. Me enderezo y respiro hondo. Una lágrima rueda por mi mejilla. Observo el ocaso. De pie, con los hombros caídos y la mirada perdida. Pido a Dios una segunda oportunidad. Ruego, imploro. Hace una tarde perfecta. El sol del ocaso calienta mi alma, el plumaje inmaculado de mis alas ondea al viento. Tengo la absoluta certeza de dos realidades: Los capullos también van al cielo y yo no soy Nicolas Cage. Una lágrima rueda por mi mejilla. Ahora sé que terminaré acostumbrándome al peso de mis alas.

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