martes, 28 de enero de 2014

Un día en la vida de claus

Claus se levantó, como siempre, todavía de noche, antes incluso de que el gallo se desperezase y comenzase su cántico. El cielo seguía lleno de estrellas y la luna iluminaba la granja. Tomó un café y un poco de queso, se lavoteó y comenzó su faena. Conocía cada rincón, podría incluso trabajar sin encender ningún farol. Llenó el cubo de grano, comenzó a esparcirlo moviendo su mano de un lado a otro; las gallinas salieron del corral a picotear el suelo, seguidas del gallo, y al final de la comitiva, aparecieron los patos haciendo ruido y caminando todos al mismo compás. De camino al establo sintió unos picotazos en la pernera del pantalón. Sonrió mientras se agachaba a darle un par de granos extra; aquel pato le daba siempre los buenos días, a cambio, recibía un par de granos de maíz y unas cuantas caricias sobre su cabeza, incluso a veces mantenía con él alguna conversación. Preparó heno para los caballos y los cepilló. Al salir, se enganchó con un tablón de la puerta, rasgando los pantalones del mono. Maldijo al tablón mientras iba en busca del martillo y de los últimos clavos que le quedaban. Se desahogó golpeándolo. Ahora tendría que cambiar sus planes de la mañana, tendría que ir al pueblo a por clavos y otro mono de trabajo. Tomó su barca amarrada en la orilla del canal y remó media hora hasta llegar a Guiethoorn. Odiaba ir al pueblo. Podía pasar días sin ver ni hablar con nadie, la compañía y la conversación, le recordaban  que Hanna ya no estaba con él. En su granja fantaseaba con que ella seguía trabajando a su lado. Remando canal arriba, comenzó a llover.
—Tendremos que comprarte unas botas. —Hanna no hablaba, sólo sonreía, y Claus dio un giro a la conversación—. Parece que esta primavera no quiere llegar, si no cambia el tiempo pronto, tendremos que pensar en cosechar lo que haya, o lo perderemos todo.
Amarró la barca. Johann se acercó a ayudarle, Hanna se volatilizó y Claus  sintió de inmediato su pérdida. Notó como subía a su garganta la acidez del estómago. Se acercó a la ferretería con su amigo y tomaron después una cerveza en el bar. Mantuvo la compostura y la educación participando en la conversación de los vecinos. Cuando regresó con las compras, Hanna ya le estaba esperando en la barca. Soltó la amarra y partió hacia la granja. El sol luchaba haciéndose camino entre las nubes. Una lágrima rodó por el moflete de Claus. Deseó no tener que regresar al pueblo en mucho tiempo.
Una vez en la granja, se sintió a salvo. En su hogar, Hanna incluso le hablaba y canturreaba mientras ayudaba con las tareas.
—¡Oh Hanna, te  he echado de menos!
—He estado junto a ti todo el rato.
—Lo sé, pero el ruido y la gente te desdibujan y me cuesta adivinarte entre ellos. ¿No podrías hacer algo para que pueda ir contigo lo antes posible?
—Ya estas conmigo, Claus. Además, ¿Quién cuidaría entonces de los animales?
—¿Los animales?  y, ¿quién cuida de mi?
—Claus, anímate o tendrás uno de esos días… —Hanna se acercó y lo besó en la mejilla. Claus acarició con ternura su rostro.  Podía sentir su piel  sedosa, tal y como la recordaba.
—Hanna
—¿Qué?
—Nada. —Sonrió con nostalgia—. Volvamos al trabajo.

martes, 21 de enero de 2014

El secreto del Volvo 740

Hubo un tiempo en que un hecho extraño llamó mi atención. Todos los días, cuando llegaba al trabajo, encontraba un Volvo 740 aparcado en el olivar. Siempre estaba allí cuando yo llegaba  y siempre estaba aparcado bajo el mismo olivo. Este hecho se repitió cada día durante más de un año. En el interior del coche estaba aquel hombre de cara afable, bigote aseado y pelo cano. Creo que pasó desapercibido a todos, pero yo observo cada detalle con minuciosidad, estoy acostumbrada a hacerlo para tirar de la más mínima hebra que sobresalga y así poder ayudar a mis pacientes. Trabajo en un hospital. Soy psicóloga clínica.
El hospital en el que trabajo es un lugar especial. Mis pacientes, a menudo, tienen que pasar largas temporadas ingresados debido a sus graves  lesiones. A veces permanecen más de un año. Vienen de cualquier punto del país, arrastrando a sus familias que pasan muchas horas al día en este recinto. Recomponemos lo que podemos de sus cuerpos, devolvemos el equilibrio a sus almas. En definitiva, restauramos vidas. Esto sería imposible sin su esfuerzo y su valor. A ellos les corresponde el trabajo más duro.
Nuestro hospital tiene un jardín, algo asilvestrado pero entrañable, y un precioso olivar en las inmediaciones. Cuando llegaba cada mañana ese hombre ya estaba allí, dentro de su coche, leyendo el periódico. Daba igual que nevase o cayese granizo. Daba igual que hubiera un diluvio o un sol espléndido. Él siempre estaba allí. Es curioso, primero me sorprendió cuando caí en la cuenta de su existencia, pasado un tiempo me acostumbré a su presencia, nunca tuve sensación de peligro ni sentí inquietud ninguna. Aun así apunté la matrícula y guardé el papel en un cajón de mi consulta dejándolo allí olvidado. Nunca lo comenté con nadie ni oí hablar de ello a los guardias de seguridad. Un buen día desapareció. No volvió jamás. Durante un tiempo lo esperé, incluso creo que lo buscaba entre los coches de la ciudad. Y finalmente lo olvidé.
Hace unos días, volví a ver aquel coche. Comprobé la matricula. Aquel papel ha permanecido olvidado en el cajón durante todos estos años.  Soy un poco más vieja que entonces, lo justo para saber que nada es por casualidad, que todo tiene un porqué.  He vuelto a preguntarme qué fue de aquel hombre que durante un tiempo leía el periódico aparcado junto al  hospital tan alejado de la ciudad y, qué motivo le impulsó a permanecer en su coche cada mañana. Necesitaba saber qué le ocurrió. Se convirtió en una obsesión, así que, esperé en mi coche tardes enteras, aparcada junto al suyo con la esperanza de verlo y poder preguntarle. Necesitaba cerrar su historia para apartarlo de mi mente. Regresé cada tarde durante casi un mes y el coche parecía estar abandonado. Nadie parecía necesitarlo. Por fin un anciano de aspecto octogenario se acercó al coche. Era él, empequeñecido por el paso del tiempo pero, era él. Tenía su rostro grabado en mi mente. No había duda. Me bajé del coche y me acerqué despacio.
—Buenas tardes caballero
—Buenas.
—Disculpe, ¿Puedo hacerle una pregunta?
 —Usted dirá
—Yo le conozco, aunque creo que usted a mi no. Hace años que trabajo en el Hospital. Le recuerdo sentado dentro del coche, recuerdo sus largas horas de espera, aparcado en el olivar, y siempre tuve curiosidad por conocer que hacía usted allí cada mañana. ¿Me preguntaba si podría invitarle a un café y entrometerme en su vida? Me gustaría que me desvelara el secreto que desde hace años me intriga tanto.
—Mire señorita, ¿O debo decir señora? Hoy me es imposible pero si quiere llámeme a este número. – El anciano sacó del bolsillo de su chaqueta una minúscula agenda y un bolígrafo igual de ridículo. Anotó un teléfono y me ofreció el papel tras arrancarlo con delicadeza. – Llámeme esta noche y buscamos un hueco para que me invite a ese café.
            Pasé todo el día inquieta, mirando el reloj, esperando que llegara la hora adecuada para hacer esa llamada. A las ocho consideré que era una hora prudente, ni demasiado pronto ni demasiado tarde. Marqué algo nerviosa. Tras una espera inquietante escuchando los tonos rítmicos y constantes por el auricular, por fin encontré respuesta.
Pasaría a buscarme al hospital. Me propuso quedar bajo aquel olivo donde durante un tiempo fui consciente de su existencia. Me pareció evocador y nostálgico. Su voz, la melodía de sus palabras, el lugar y  las expectativas de poder encontrar por fin respuestas  a aquellas preguntas que me acompañaron durante tantos años, le dieron al asunto un halo de cierto romanticismo trasnochado.  Cerré los ojos y pude vernos en blanco y negro, como Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca. No había despedida amorosa bajo el ensordecedor ruido de las hélices de un avión. Había respuestas junto a un Volvo 740, un desconocido y la curiosidad de una mujer madura bajo la sombra de un olivo. Me presenté puntual. Allí estaba el coche pero ni rastro de él. Fijado al limpia parabrisas había dejado una nota y un viejo periódico.
Abrí el periódico y miré la fecha, 14 de Septiembre de 2002. Le eché un vistazo por encima pero ninguna noticia llamó mi atención. Lo doble y lo coloqué bajo mi brazo intuyendo que significaba algo importante. Leí la nota;
«Hace mucho tiempo de aquello. Sabía que este era el lugar exacto donde encontraría lo que buscaba. He tardado más de lo que esperaba en encontrarlo, pero llegó la hora de pasar el testigo y descansar por fin»
            Esperé un buen rato a que apareciera aunque sabía por la nota que eso no iba a ocurrir. Me apoyé en el coche pensativa. Preguntas sin resolver, un periódico y una nota. ¿Qué iba a hacer yo con todo aquello?

martes, 14 de enero de 2014

La concha de Mino

Raoni  sufre de vértigo. Esto no sería un problema si no fuera porque es un Awasi. Los Awasi viven ocultos en la profundidad de la selva del Amazonas. Antiguamente, eran pescadores, aunque hace cientos de años se adentraron en el corazón del paraíso y cambiaron su dieta a base de pescado por la carne de mono. Es complicado cazar monos si no trepas por los árboles, por eso, desde hace tiempo,  los Awasi construyen sus casas sobre los arboles de Lupuna.
La selva no quiere a Raoni. Cada vez que intenta subir a un árbol, este se tambalea y le hace vomitar hasta que un sudor frío le obliga a pisar suelo firme. Le llaman jaguar, porque es el único animal de la selva que vomita para expulsar las bolas de pelo que alberga su estómago de tanto lavarse a lametazos.
Los Awasi se consideran adultos a los doce años. Los aspirantes a hombres deben  atravesar el desfiladero de Taipolún y continuar varios días de viaje por la selva hasta llegar al mar. Deben regresar con una concha alargada y blanca, con la que la mujer elegida, siempre que ella acepte, fabricará un taparrabos para él antes de compartir lecho y cabaña. Raoni cumplió los doce hace ya dos años. Mino espera paciente pero su padre empieza a estar enfadado. Ya debería ser madre, sin embargo, espera condenada a la niñez hasta que Raoni acumule suficiente valor para cruzar el desfiladero, mientras las mujeres de su edad amamantan ya a algún crío. Sonríe cada amanecer a Raoni pero no le ayuda cuando este intenta convencer al desfiladero que le deje pasar y no mueva el suelo que pisa, obligándolo a caer tras avanzar apenas un par de pasos y a regresar llorando de rabia.
Pasan las lunas y el desfiladero no entra en razones. Mientras, Raoni ha aprendido a cazar con su cerbatana; un día cazó un jaguar y secó su piel al sol. Ahora sí es un autentico jaguar y se ha construido una cabaña en tierra firme. A veces es un oso hormiguero y, cuando la soledad le resulta insoportable, puede ser a la vez jaguar, oso hormiguero o caimán. Sólo tiene que poner sobre su cuerpo sus pieles y luchar consigo mismo feroces batallas. En la luna nueva mató una anaconda, desde entonces, una idea  ronda en su cabeza y no le deja dormir. De madrugada habló como de costumbre con el desfiladero, regresó a su cabaña y se vistió con  la piel de anaconda, tomó una vejiga con agua, algunas hierbas y  carne seca de caimán. Antes de llegar al claro, comenzó a reptar y como imaginaba, consiguió engañar al estúpido desfiladero.
La anaconda avanza lenta, día y noche sin parar, no puede mirar hacia abajo, no tiene perspectiva desde el suelo que permanece quieto, pues sólo se mueve ante los pasos malditos de Raoni. Tras cuatro lunas y con el cuerpo repleto de ampollas llega al otro lado, atraviesa la selva y se baña con los delfines rosados del río Amazonas; incluso recoge algunos restos óseos para hacerse un collar y llamar a su espíritu. Al fin, llega al mar y consigue la concha blanca. Decide disfrutar y se queda unos pocos días más. Mino espera inquieta, Raoni debía haber regresado ya. Está impaciente por tejer en su concha y compartir su hamaca. Una polvareda avanza lentamente por el desfiladero. Todos se acercan a la explanada a recibir a Raoni, con cierta curiosidad, mientras el desprecio de sus caras se disfraza de admiración. Raoni les ignora y sigue reptando hasta su cabaña. Allí, saluda con respeto al jaguar, al caimán y al oso hormiguero. La anaconda comparte con ellos sus aventuras y les presenta al delfín rosado. Después del festín al que ningún vecino de la tribu ha sido invitado, cuelga la concha de Mino en la puerta de su cabaña. Mino se acerca contoneando su cuerpo orgullosa. Le pide la concha para tejer su taparrabos. Raoni la observa sereno pero Mino queda atrapada por su mirada ahora perturbadora. Sus ojos reflejan la astucia del jaguar, la perspicacia del caimán, la bondad del delfín y la avaricia de la anaconda. Con dulzura le dice:
-¿Para que querría yo unirme a una simple mujer cuando poseo el amor de la madre tierra?

Esa fue la ultima vez que Raoni se dejó ver con su piel de hombre.

martes, 7 de enero de 2014

El hayedo de Burbona

—¡Hostia, Iñaki. Hace media hora que he dicho que te levantes! Mierda y ahora suena el puñetero móvil —farfullé—. Venga chaval en cinco minutos nos vamos. ¿Diga? Hola, Gorka. Espera, espera, más despacio, guardo los bocadillos de los niños en las carteras y me lo cuentas. —Un minuto de silencio—. Ya está, disculpa. —De camino a mi dormitorio, accioné el manos libres del móvil y lo dejé sobre la cama para escuchar las explicaciones del agente Mendía. Me ajusté los cordones de mis Panama Jack y tomé el móvil de nuevo. —Salgo en cinco minutos. ¿Qué puto «pirao» es capaz de desperdigar a esa pobre chiquilla, por el hayedo de Burbona? ¿Y dices que a la mano le faltan dos dedos? ¡No me jodas! Escucha, dejo a los niños en el colegio y… mándame las coordenadas, nos vemos allí en…—miré el reloj—, en unos cuarenta minutos.
Tomé el abrigo y corrí hacia la puerta.
—No espero más. Nos vamos. El que no esté listo se queda.
Edurne vino hacia la entrada. Ajusté su bufanda y pensé en lo que sería capaz si le hicieran algo similar a ella. La abracé con todas mis fuerzas y me dio uno de esos besos que todavía hacen que se me salten las lágrimas. —Los mismos besos que me daba tu amá  —le digo siempre, y, es que me recuerda tanto a ella que temo que nunca dejaré de sentir el dolor de su ausencia. Iñaki por fin estaba listo. Me dieron ganas de abofetear a ese montón de granos y hormonas desequilibradas. En cambio, le di una colleja y lo abracé para poder separarme del recuerdo de su madre y dejarlo a salvo en nuestra casa.
—Cómo mañana no te levantes a tu hora, te vas a llevar un par de hostias. —Iñaki no me escuchaba, tenía a tope el volumen de sus auriculares.

Cuando llegué al hayedo ya estaba acordonada la zona. Caminé unos metros, no paraba de llover y mis botas se hundían en el barro. El forense estaba sobre el terreno. Me enseñó los restos de la mano seccionada y me transmitió sus primeras impresiones. Me encendí un cigarrillo para ocultar las ganas de vomitar. Ya había visto bastante. Me retiré unos metros para que el frío borrara esa imagen de mi mente.
—Gorka, despeja la zona cuanto antes. Tú te quedas conmigo, no quiero ver a nadie más merodeando por aquí. Ese cabrón htenido que venir andando. Vamos a examinar cada centímetro de bosque y no nos iremos hasta encontrar algo.
Estuvimos cuatro horas removiendo hasta la última hoja del hayedo, llegamos hasta el río, estábamos peinando la orilla y entonces, escuché aquel ruido, justo detrás de mi. Cuando me di la vuelta sentí un dolor intenso. Después, nada. Debieron de pasar un par de minutos, no más. Cuando desperté Gorka estaba haciendo aspavientos a mi lado.
—Joder, ¿qué coño haces mirándome como un idiota? Corre, habrá ido río abajo.
—¿Estás seguro? ¿Estás bien?
—Pues no, joder, pero eso ahora no importa. Corre, si se nos escapa te juro que vas a chupar comisaría hasta que se te olvide de que color es el sol.
Gorka salió corriendo. Yo estaba todavía algo aturdido así que mojé mi cara y mis muñecas con agua del río, crucé a la otra orilla y corrí en la misma dirección pensando que tal vez aquel asesino hubiera hecho lo mismo; entonces lo vi entre los árboles. Gorka había parado para recuperar el resuello, estaba doblado sobre sí mismo y apenas podía respirar.
—A tu izquierda, Gorka.
—¿Qué dices? —gritó.
—Joder, a tu izquierda. —No podía cruzar, el caudal era abundante en esa zona. Entonces se le echó encima. Pensé que si intentaba cruzar el río no tendría tiempo de socorrer a Gorka. Disparé sin pensarlo. Es mi amigo y aquel cerdo, un asesino desalmado. Por lo menos eso era lo que creíamos en ese momento, después, descubrimos que aquel hombre era tan solo un ladrón de poca monta. Encontramos en las inmediaciones el escondite en el que guardaba su botín; baratijas sustraídas de los caseríos cercanos. Era un pobre desgraciado que pensó que lo buscábamos a él.
No dudé en disparar, ni siquiera lo pensé un instante. No era la primera vez que usaba mi arma. En las otras ocasiones, la conciencia no me dejaba dormir durante una buena temporada. Esta vez ni siquiera lamenté mi error; entonces supe lo que debía hacer. Redacté mi informe y bajé al bar a tomar una copa. No lo había hecho hasta ahora, nunca de servicio. Miré mis botas con el barro seco insertado, como una segunda piel, dura y áspera como la de los cocodrilos, hastiada de ver tanta miseria y tanta maldad. Gorka se sentó a mi lado, pidió lo mismo y me acompañó en silencio. Cuando terminó su copa, dijo un simple «gracias» y se levantó para marcharse. Aquella palabra resquebrajó mi armadura y rompí a llorar. Gorka me abrazó, en cuanto me recompuse, le correspondí con un par de abrazos sinceros y lo aparté de mi.
—Aparta, coño estas mariconadas traerán cola. —Gorka sonrió y subió a la comisaría. Yo me cerré el anorak y encendí un cigarrillo bajo la lluvia. El mejor cigarrillo de mi vida. Me supo a gloria. Entré en el despacho del capitán, saqué mi arma y la dejé sobre la mesa. Tomé mi placa, la observé unos segundos; siempre pensé que me dolería apartarme de ella pero fue más fácil de lo que pensaba.
—¿Qué estás haciendo?
—Regreso a Lekeitio, voy a arreglar mi viejo barco y a alejar a mis hijos de toda esta mierda.
            —No puedes dejarlo ahora.
«Claro que puedo», pensé, es exactamente lo que estoy haciendo. Me fui caminando calle abajo, perdiendo lastre; a cada paso, el barro de mis botas se despegaba y caía. Miré el reloj, los chicos estaban a punto de salir de la escuela. Me senté en un banco, frente a la puerta. Observé sus caras mientras se acercaban entre las risas y empujones de los amigos. Se les veía felices, a pesar de lo duro de ese último año. No ha sido fácil empezar de nuevo, sé que decepcioné a más de uno renunciando a mi placa, en medio del caos de aquel caso complicado pero estoy convencido de haber hecho lo correcto.



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