Mi
madre era una mujer especial. El mejor regalo que la vida me ha hecho. Tuve la
mejor infancia que uno puede desear, carente de todo, pero colmada de lo principal. De ella.
Vivíamos en un cuartucho alquilado de unos veinticinco
metros cuadrados, el espacio suficiente para disfrutar de una litera, una mesa
camilla, una cocina de butano, una nevera de camping y un pequeño armario donde
guardábamos la escasa ropa que teníamos. Una puerta separaba el cuarto de baño,
todo un mundo de higiene en un metro y medio de espacio. En esa pequeña estancia
pasé mi infancia y mi juventud.
Todo
cuanto hacía o pensaba mi madre giraba en torno a mí. Me dedicó su vida entera.
Como cualquier madre, sí, pero, siempre con una sonrisa, sin una queja, con una
imaginación y un empeño tan voraces que desdibujaron el hambre, la falta de
juguetes y lo más importante, la falta de un padre.
Contaba
unas historias increíbles, supongo que para adornar nuestra mediocre
existencia. De todas las historias que contaba, la del túnel de lavado de la
calle Prieto era la mejor: Tenía ella unos veintitrés años, llevaba ocho meses
casada y trabajaba de cajera en un supermercado. Su marido era el encargado y
no les iba nada mal. Compró un coche de segunda mano, un ochocientos cincuenta
color verde oliva; como todo lo que poseía, lo cuidaba con esmero y una vez al
mes lo llevaba al túnel de lavado que había en la pequeña gasolinera de la
calle Prieto, la que hay frente a la librería «El bosque de tinta». Aquella mañana, echó gasolina y pidió al
encargado una ficha para el lavado como había hecho cientos de veces. Entregó
la ficha al chico y una moneda de cinco pesetas para que limpiase con un
cepillo el parabrisas. Se aseguró de que todas las ventanas estuvieran bien
subidas, y ajustó las ruedas delanteras en el carril con la ayuda de las
indicaciones del niño, que pulsó el botón, para activar las enormes esponjas.
A ella le encantaba entrar en ese universo
donde la lluvia estaba acompañada de millones de cintas de colores. Nunca
perdió la capacidad de ver el mundo con la mirada infantil, con la sorpresa y
la emoción de la primera vez. Aquel día, después de la primera lluvia fina,
cuando el jabón debía cubrir los cristales con una cortina blanca, ocurrió algo
extraño. Comenzó a llover un torrente de colores, con tanta intensidad, que
dejaron por un instante, el coche
completamente a oscuras. Entre el ruido de las esponjas le pareció escuchar el
golpe de la puerta al cerrarse, incluso sintió que algunas gotas salpicaban su
rostro. La lluvia de colores dejó paso a una luz deslumbrante y descubrió que
en el asiento de al lado había un hombre sentado. Tenía el pelo oscuro,
demasiado largo, y los ojos de un azul intenso. Aquella mirada iluminó el cielo
del interior del lavado.
Quiso
gritar asustada. El hombre advirtió que nadie podía oírles, tomó su mano y depositó
en ella algo importante. Una clave secreta que protegía el mundo de los sueños
y que ahora estaba en peligro. La clave era de un mineral negro, ovalada y tenia
grabado un símbolo extraño. Ella debía protegerlo y llevar una vida sencilla
para no llamar la atención. Aquel guardián de la clave no podía quedarse para
ayudarla, pero, tenía el poder de otorgarle la compañía de alguien especial,
que cuidaría de ella y la protegería mientras durase aquella extraña misión.
Entonces me hablaba del mundo lejano que le mostró aquel hombre, colmado de pájaros,
de un cielo azul, del calor del verano y de un lago de aguas cristalinas . De
todo ello disfrutó, dentro de aquel coche, en aquel viejo túnel de lavado. Ese
fue el primer día que ella fue realmente feliz.
De nuevo la oscuridad invadió el
interior del coche, el hombre desapareció como por arte de magia. Regresó la
lluvia de colores, tras ella la cortina de jabón y las esponjas con sus
millones de cintas. Llegó al huracán que borró las huellas del agua y terminó
frente al semáforo que verdeaba indicando que el lavado había concluido. Estaba
confusa, intentaba asimilar lo que había ocurrido. El chico del lavado tuvo que
gritar para hacerla regresar a la realidad.
Eso ocurrió el siete de Mayo de mil
novecientos cincuenta. Aquel día, le resultó curioso que la ficha del lavado
fuera azul. En un principio no le dio mayor importancia, pero al salir del
túnel, con el cuerpo aún temblando y después de discutir un buen rato con el
encargado de la gasolinera, pudo comprobar que su ficha estaba allí. El
encargado negaba haber visto alguna vez esa ficha y no había ni rastro del
hombre que ella dijo ver. Entró confusa en el coche. Una vez dentro fue
consciente de lo que su mano derecha encerraba. Abrió la guantera del coche y
guardó en ella la clave; le pareció que la forma más segura de que estuviera a
salvo, era dejarla aparentemente olvidada, como si fuera algo carente de valor. Al
regresar a casa dudó si contarle a su marido lo que había ocurrido. Este jamás
la creyó, aun así, esperó a que yo llegara al mundo nueve meses después.
Siempre
pensé...