miércoles, 27 de noviembre de 2013

El tunel de lavado de la calle Prieto (Primera parte)

Mi madre era una mujer especial. El mejor regalo que la vida me ha hecho. Tuve la mejor infancia que uno puede desear, carente de todo, pero  colmada de lo principal. De ella.
 Vivíamos en un cuartucho alquilado de unos veinticinco metros cuadrados, el espacio suficiente para disfrutar de una litera, una mesa camilla, una cocina de butano, una nevera de camping y un pequeño armario donde guardábamos la escasa ropa que teníamos. Una puerta separaba el cuarto de baño, todo un mundo de higiene en un metro y medio de espacio. En esa pequeña estancia pasé mi infancia y mi juventud.
Todo cuanto hacía o pensaba mi madre giraba en torno a mí. Me dedicó su vida entera. Como cualquier madre, sí, pero, siempre con una sonrisa, sin una queja, con una imaginación y un empeño tan voraces que desdibujaron el hambre, la falta de juguetes y lo más importante, la falta de un padre.
Contaba unas historias increíbles, supongo que para adornar nuestra mediocre existencia. De todas las historias que contaba, la del túnel de lavado de la calle Prieto era la mejor: Tenía ella unos veintitrés años, llevaba ocho meses casada y trabajaba de cajera en un supermercado. Su marido era el encargado y no les iba nada mal. Compró un coche de segunda mano, un ochocientos cincuenta color verde oliva; como todo lo que poseía, lo cuidaba con esmero y una vez al mes lo llevaba al túnel de lavado que había en la pequeña gasolinera de la calle Prieto, la que hay frente a la librería «El bosque de tinta».  Aquella mañana, echó gasolina y pidió al encargado una ficha para el lavado como había hecho cientos de veces. Entregó la ficha al chico y una moneda de cinco pesetas para que limpiase con un cepillo el parabrisas. Se aseguró de que todas las ventanas estuvieran bien subidas, y ajustó las ruedas delanteras en el carril con la ayuda de las indicaciones del niño, que pulsó el botón, para activar las enormes esponjas.
            A ella le encantaba entrar en ese universo donde la lluvia estaba acompañada de millones de cintas de colores. Nunca perdió la capacidad de ver el mundo con la mirada infantil, con la sorpresa y la emoción de la primera vez. Aquel día, después de la primera lluvia fina, cuando el jabón debía cubrir los cristales con una cortina blanca, ocurrió algo extraño. Comenzó a llover un torrente de colores, con tanta intensidad, que dejaron por un  instante, el coche completamente a oscuras. Entre el ruido de las esponjas le pareció escuchar el golpe de la puerta al cerrarse, incluso sintió que algunas gotas salpicaban su rostro. La lluvia de colores dejó paso a una luz deslumbrante y descubrió que en el asiento de al lado había un hombre sentado. Tenía el pelo oscuro, demasiado largo, y los ojos de un azul intenso. Aquella mirada iluminó el cielo del interior del lavado.
Quiso gritar asustada. El hombre advirtió que nadie podía oírles, tomó su mano y depositó en ella algo importante. Una clave secreta que protegía el mundo de los sueños y que ahora estaba en peligro. La clave era de un mineral negro, ovalada y tenia grabado un símbolo extraño. Ella debía protegerlo y llevar una vida sencilla para no llamar la atención. Aquel guardián de la clave no podía quedarse para ayudarla, pero, tenía el poder de otorgarle la compañía de alguien especial, que cuidaría de ella y la protegería mientras durase aquella extraña misión. Entonces me hablaba del mundo lejano que  le mostró aquel hombre, colmado de pájaros, de un cielo azul, del calor del verano y de un lago de aguas cristalinas . De todo ello disfrutó, dentro de aquel coche, en aquel viejo túnel de lavado. Ese fue el primer día que ella fue realmente feliz. 
            De nuevo la oscuridad invadió el interior del coche, el hombre desapareció como por arte de magia. Regresó la lluvia de colores, tras ella la cortina de jabón y las esponjas con sus millones de cintas. Llegó al huracán que borró las huellas del agua y terminó frente al semáforo que verdeaba indicando que el lavado había concluido. Estaba confusa, intentaba asimilar lo que había ocurrido. El chico del lavado tuvo que gritar para hacerla regresar a la realidad.
            Eso ocurrió el siete de Mayo de mil novecientos cincuenta. Aquel día, le resultó curioso que la ficha del lavado fuera azul. En un principio no le dio mayor importancia, pero al salir del túnel, con el cuerpo aún temblando y después de discutir un buen rato con el encargado de la gasolinera, pudo comprobar que su ficha estaba allí. El encargado negaba haber visto alguna vez esa ficha y no había ni rastro del hombre que ella dijo ver. Entró confusa en el coche. Una vez dentro fue consciente de lo que su mano derecha encerraba. Abrió la guantera del coche y guardó en ella la clave; le pareció que la forma más segura de que estuviera a salvo, era dejarla aparentemente olvidada, como si fuera algo carente de valor. Al regresar a casa dudó si contarle a su marido lo que había ocurrido. Este jamás la creyó, aun así, esperó a que yo llegara al mundo nueve meses después.
            Siempre pensé... 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sigo siendo yo «Concurso de Microrelato Postal»




Sólo quiero recordarte que sigo siendo yo.
Igual de guapa e inteligente, de pesada y divertida. Sigo disfrutando de los amigos, del atardecer o de una sobremesa entrañable. Me emociona la misma música, esa que escuchábamos entre confidencias y risas. Y sí, sigo manteniendo mis malas costumbres: mordiéndome las uñas, fumando y otras inconfesables que sólo tu y yo conocemos.
Sigo sintiendo y amando. 
Mi corazón sigue latiendo y mi alma...mi alma se emociona como antes, con un simple beso o con una caricia. Se desborda por mis ojos cuando miro a quien amo. Se empequeñece oculta cuando siente el desprecio de las miradas que fingen mi inexistencia.
Sigo luchando por recuperar mi vida, pero sigo siendo yo, solo que ahora vivo rodando.
Sigo queriendo que formes parte de mi, si después de esta misiva sigues sin verme, creeré que esta silla tiene poderes y me ha hecho invisible.

Firmado: 
Alguien que no se merecía esto y que por supuesto nunca imaginó que le ocurriría.

Destinatario:
Tal vez seas tú.
Calle de la Deslealtad.
Demasiados portales.
Cualquier ciudad del mundo.
Código postal: Imagínate por un instante sentado en la silla, este código, te enviará directo a cualquiera de estas otras calles: Fidelidad, amistad, consideración, respeto... 

Imagen: Virginia Pérez Domínguez
Texto: Beatriz Hícar Fuster


      Este es el resultado de mi propuesta para uno de esos concursos de relatos en los que suelo participar. Se trataba de crear una postal literaria, aproveché la ocasión para hacer algo distinto, reivindicar una actitud hacia los lesionados medulares, por parte de los más allegados y de los no tanto. Muchos sabéis ya, lo cercana que me siento a ellos desde hace algún tiempo. Pedir a Virginia que me ayudara con la imagen ha sido un acierto, es una fotógrafa maravillosa y fue muy generosa aceptando de inmediato e involucrándose en este proyecto. Creo que hemos conseguido una cohesión inmejorable entre el texto y la imagen. Virginia es además una mujer joven y bella, con toda una vida por delante. Ella es la artista y la protagonista de la imagen, y su silla no es precisamente de «attrezzo»    

      Esta semana, adelanto mi entrada para "hermanar" nuestros Blogs, el de Virginia y el mío. Dejo su enlace por si alguno quiere echar un vistazo.
http://viviendorodando.wordpress.com//
       Gracias, Virginia, fue un placer realizar este proyecto contigo. Desde aquí te envío millones de besos.
       
       Este es el acceso a la ventana que nos une a Virginia, a mi, y a otros muchos amigos, a traves de la cual  descubrimos colores, matices, alegrías, sufrimientos, arte, mucho arte...Un mundo lleno de gente maravillosa, un mundo lleno de amigos especales que hacen cada día la vida un poquito más bella. Este espacio lo gestiona Mª Ángeles pozuelo, una estupenda profesional y mejor pesona a la que siento como una amiga.
http://afrontandolesionmedular.blogspot.com.es/  

martes, 12 de noviembre de 2013

Mi primer despertar tras el ocaso

Por fin desperté de un sueño que parecía haber durado una eternidad. Intenté abrir los ojos, en ese momento, fui plenamente consciente de mi ceguera, y sin embargo, las coordenadas que acotaban la estancia llegaban claras a mis oídos; mostrando con total nitidez aquel cuarto y todo lo que había en él. Desconocía el motivo de mi presencia en aquel lugar, me resultaba anodino y vacío pese a estar repleto de trastos. El cuarto estaba frío y oscuro. Mi cuerpo descansaba sobre la cama, que antaño, compartía con mi esposa. Descubrí que todas mis cosas estaban allí almacenadas. Parecía un mausoleo, un museo dedicado a mi persona. Pensé que alguien, probablemente ella, lo habría dejado todo cerca para que, cuando despertase de mi largo sueño, pudiera recordar quien era. Mi escritorio estaba perfectamente ordenado, mi caja de madera tallada con mis bolígrafos de colores, los folios perfectamente alineados, y sobre estos, mi último cuaderno con todas mis anotaciones y un pequeño jarrón en una esquina. Las lilas llenaban el cuarto con su aroma, eran mis flores preferidas y cada primavera, me acompañaban en las largas horas en las que escribía, comprensivas y silenciosas para no robarme la inspiración. El retrato de mi joven esposa me observaba junto a las flores. Su sonrisa dulce y su mirada traviesa proyectaban esos primeros calores típicos de esa estación; también lo hacía el estampado de su vestido, ceñido en la cintura, que dejaba a la vista sus brazos, sus largas piernas y el comienzo de su prominente escote. Ella se empeñaba en mantener la primavera en mi despacho. Los inviernos se me hacían eternos; la persistente lluvia y la niebla instalada en nuestro jardín, me quitaban las ganas de escribir, por eso, siempre había flores sobre mi mesa. Hasta mi batín y mis zapatillas descansaban sobre el galán. Solo echaba en falta una cosa; fue un detalle por su parte alejar de mí lo que en vida tenía un valor sentimental enorme. Sobre el pomo del cabecero de nuestra cama, solía descansar un rosario de plata y perlas, era el recuerdo más preciado que tenía  de mi madre. Ahora ninguna de esas cosas tenían significado. Tanto esfuerzo para nada. Tanto amor derrochado en el empeño de crear un lugar acogedor para mí. Tanto tiempo esperando mi regreso. El frío ya no me resultaba desagradable, era parte de mí. Yo, ya no era el mismo de antes.

Tenía la boca pastosa y una sed atroz. Sentí la urgencia de satisfacer otras necesidades fisiológicas. Corrí hacia el cuarto de baño, sería más correcto decir que volé, porque en ningún momento mis pies rozaron el suelo. Me desplacé con solo pensarlo, mi cuerpo era ligero y obediente; un ente vacuo y volátil capaz de obedecer mis órdenes sin objeciones. Curiosamente, fue en ese preciso momento, cuando llegué a la absurda conclusión, mientras me deshacía del orín de unos cuantos siglos, de que ya nunca necesitaría alimentarme con sólidos. Estaba agotado, tenía el cuerpo dolorido, con la sensación de haber realizado un largo viaje, agarrotado por la inmovilidad del eterno descanso. Regresé a la cama y recapacité. Durante un segundo, la melancolía mantuvo un hilo de vida en mi cuerpo. Una luz brillante, fugaz, casi consiguió que pudiera ver. Recorrí mentalmente la estancia, una vez más, intentando asirme a algo de mi pasado. Observé mi mesa. El arte de escribir, algo que tanto amaba, me pareció un signo de debilidad, tan humano, tan pueril. Recuerdo, que pensé que debía ser el momento adecuado para pedir un último deseo, expresar mi última voluntad. Aquella sensación duró nada. Lo que dura un estertor, después, fue todo oscuridad, pensamientos fríos y ausencia de sentimientos. Sólo quería beber. El sentido de mi existencia tomó un cariz nuevo. Sólo importaba yo. Todo lo que había a mi alrededor estaba para saciarme, para ser utilizado en mi beneficio, a mi antojo.

         Todo era nuevo para mí. Presentía que tenía todo el tiempo del mundo. Pasado un rato, creo que en realidad fueron unos cuantos años más, tomé la determinación de no perder ni un segundo y comenzar a disfrutar mi nueva vida. En cuanto estuve incorporado, mis sentidos me deleitaron con las posibilidades de mi nueva realidad. Escuché unos pasos que se acercaban. Llegó hasta mi el aroma de la azalea unido al de su piel morena. La sed se hizo insoportable, hasta el punto de obligarme a restregar la lengua por mi dentadura, para recoger el exceso de salivación y evitar así babear como un estúpido. Recordé las sensaciones que aquel aroma conocido provocaba en mí; el dolor del corazón repleto de su presencia, la urgencia de unirme a ella ante la mínima insinuación. Presentía como se acercaba, moviendo sus dulces caderas, agitando el vestido de un lado a otro. Sus ojos pidiendo amor, su sonrisa pícara desbordando su cara, pensando que yo correspondería desesperado, que como antaño, me la comería a besos mientras la desnudaba. Sus tacones aceleraron el paso a mi encuentro. En su avance su cuerpo se transformaba, a cada paso, un lustro hacía mella en él. El vestido ceñido entonces, se transformó en una especie de bata. Sus muslos tersos engordaban, vibraban a cada paso rellenos de carne blanda, igual que la que escondía sus caderas y en la que se perdió su cintura. Pude ver su cara, la ilusión y el amor se reflejaban en ella, al final del camino, ya casi en mi estancia, sus párpados caían sobre los ojos disminuidos de pestañas. El moreno de su pelo se llenó de canas y, a unos cuantos pasos más, se convirtió en un castaño sintético.


Estaba a un paso de convertirme en alguien nuevo. Mi amor se esfumó sin dolor, fue sustituido por un egocentrismo exagerado. Por una necesidad de supervivencia que me convertía en un depredador. Es cierto, que lo más ansiaba, antes de completar mi metamorfosis, era tener la oportunidad de verla por última vez. Ella entró en la habitación. Noté su presencia cercana, tuve la certeza de que durante un tiempo, habíamos vivido en dos planos paralelos. Muchos más años pasaron en mi mundo, sin embargo, me pareció que los pocos que pasaron por su vida habían hecho estragos en su cuerpo. Su presencia era lenta y torpe, su respiración entrecortada, su aura emitía unos sonidos que me llegaban encorvados. ¿Era ella consciente de mi  nueva existencia y mi estado?, aparentemente, sí. Llegué a la conclusión, de que ella había estado cuidando de mi todos esos años, tal vez, con la esperanza de que al despertar, mi apetito nos reuniera de nuevo bajo un mismo tiempo. Ella ladeó su cara ofreciéndome el cuello. Mi cuerpo era, ahora, incapaz de sentir nada. Una imagen llegó a mi mente. La sensualidad de Salma Hayek contoneándose, disfrutando de la fría caricia de una enorme serpiente, vertiendo después el licor sobre su pierna; un hombre bebiendo a lametazos el sugerente licor que goteaba de su pie, un pobre desgraciado que probablemente formaría parte de su posterior cena. Volví a fijarme en mi esposa. Mi sed por ella se esfumó de pronto. Decidí que la dejaría vivir en paz hasta que el destino resolviera cuando debía llegar su hora. Me puse frente a una pared vacía, me atusé el pelo, estiré mis ropajes y salí por la ventana, a la calle oscura, de cacería.

martes, 5 de noviembre de 2013

Atardecer en la Albufera de Valencia




-¡Hola papi!
-Hola cielo. ¿Qué tal hoy? ¿Aprendiste algo nuevo?
-Hoy he aprendido otro color.
-¡Genial! Cuéntame.
-Aprendí el verde fresco. El de la mañana tras el rocío y, ¿Sabes qué?, Que me dejó la mano mojada, y aprendí también el verde  aceituna. ¡Sabe a aceite!
-Ese ya lo conocías.
-Es cierto, me lo enseñaste tú. ¡Ah! … aprendí el verde veronés.
- ¡Uf! Pero ese es muy difícil.
-No, papá. Es muy fácil. Es como los ojos de mamá.
- ¡Es cierto! Es el verde mas Bonito que conozco.
- ¡A que sí! Y… ¿Donde estás hoy?
- En Valencia. En la Albufera. Esto es precioso,  esta atardeciendo…la próxima vez tienes que venir. Te encantaría verlo.
-Cuéntamelo Papi.
-Está bien. El cielo ahora es azul
-¿Azul frío?
-No, azul  como el de los príncipes de cuento, clarito y agradable, pero sólo está así arriba del todo. Más abajo, hay nubes de color algodón y el sol es tan intenso, que es de plata, como nuestras estrellas. Parece una enorme palomita de maíz en el cielo y refleja toda su luz sobre el mar, que ahora, también parece blanco.
-¡Seguro que está blanco almendra!
- Sí señor, blanco como la almendra dulce.
-Sigue papi. ¿Ahora que pasa?
-El mar se ha unido con el cielo y parece todo nieve. Los juncos están oscuros y surgen del agua; firmes, como bastones.
-¿Son como el mío?
-Parecidos, casi igualitos.
-¿Y ahora?
- Ahora, el sol está abrazando al horizonte, se ha puesto color piel, cálida y sedosa, como la de Paula y está contagiando al mar y a las nubes.
- ¡Qué chuuulo! Y.. ¿qué hace ahora el sol?
-Ha bajado, está tan cerca que parece mucho más grande, o tal vez sea porque está contento.
-¿Por qué?
-Porque ahora está acariciando al mar y está colorado de vergüenza.
-Pero… ¿por qué?... ¿no le gusta?
- No, perdona,  no es colorado como la sangre y el hierro, no es salado, es… como las toallas nuevas que compró mamá, rojo suave y calentito.
- Ahhh ya lo veo papi. Sigue.
-Ahora está enamorado, está tiñéndolo todo de naranja asalmonado, como el calor de la chimenea en invierno, creo que sigue avergonzado porque se está escondiendo.
-¡Qué tontooo! ja ja siempre hace lo mismo. ¿Ya está oscureciendo?
-Si cariño.  El cielo y el mar están de nuevo de color azul. Azul soledad, pero no el de cuando estás triste, el azul de la soledad cuando la necesitas para respirar hondo y guardar en la memoria un ratito feliz, de esos que guardamos para siempre.
- Jo papi es precioso.  Sigue porfa.
-Cada vez hay más azul soledad  transformándose en azul agustito y, poco a poco, está tornando a tonos violetas, como el de los abrazos de buenas noches de mami, como el de los achuchones de Paula por la mañana.
-Ahora viene lo mejor ¿verdad papá?
- Si cariño. Mira. Ahora está casi negro. Apenas se ve nada, faltan sólo unos segundos.
Silencio.
Silencio al otro lado de la línea.
-Ya empieza Manu. ¿Puedes verlo?
-Sí, lo veo.
-Miles de estrellas, del color de tus besos, una por cada uno que me has dado, están llenando el cielo poco a poco, iluminan la noche y se reflejan en el mar que parece que está lleno de pequeñas barquitas.
-¿Sabes papi? Me encanta ver atardecer contigo. Mañana aprenderé más colores y los atardeceres serán más chulis.
-Tengo que irme ya. Es de noche y debo ir al hotel. Mañana cuando regreses del cole ya estaré en casa.
- Vale. ¡Papi, papi!
-Dime hijo.
-Toma, otro beso para que cuelgues en el cielo.
Gracias hijo. Este es el mejor beso que me has dado nunca. Ahora se ve un poco mejor el camino. Otro grande para ti. Hasta mañana.
-Hasta mañana papi.



Quiero dar las gracias a mi amiga Mª Ángeles Pozuelo, por regalarme esta preciosa edición de mi cuento. A su sobrino por la encuadernación. A Juan M. Josa, por pintar esta acuarela para la portada. A todos aquellos que guardo en mi lista de amigos especiales, con los que comparto, a través de la misma ventana, el placer de disfrutar de las pequeñas cosas, de los colores del arcoíris y un montón de cosas más.








     





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