Por
fin desperté de un sueño que parecía haber durado una eternidad. Intenté abrir
los ojos, en ese momento, fui plenamente consciente de mi ceguera, y sin
embargo, las coordenadas que acotaban la estancia llegaban claras a mis oídos;
mostrando con total nitidez aquel cuarto y todo lo que había en él. Desconocía
el motivo de mi presencia en aquel lugar, me resultaba anodino y vacío pese a
estar repleto de trastos. El cuarto estaba frío y oscuro. Mi cuerpo descansaba
sobre la cama, que antaño, compartía con mi esposa. Descubrí que todas mis
cosas estaban allí almacenadas. Parecía un mausoleo, un museo dedicado a mi
persona. Pensé que alguien, probablemente ella, lo habría dejado todo cerca
para que, cuando despertase de mi largo sueño, pudiera recordar quien era. Mi
escritorio estaba perfectamente ordenado, mi caja de madera tallada con mis
bolígrafos de colores, los folios perfectamente alineados, y sobre estos, mi
último cuaderno con todas mis anotaciones y un pequeño jarrón en una esquina. Las
lilas llenaban el cuarto con su aroma, eran mis flores preferidas y cada
primavera, me acompañaban en las largas horas en las que escribía, comprensivas
y silenciosas para no robarme la inspiración. El retrato de mi joven esposa me
observaba junto a las flores. Su sonrisa dulce y su mirada traviesa proyectaban
esos primeros calores típicos de esa estación; también lo hacía el estampado de
su vestido, ceñido en la cintura, que dejaba a la vista sus brazos, sus largas
piernas y el comienzo de su prominente escote. Ella se empeñaba en mantener la
primavera en mi despacho. Los inviernos se me hacían eternos; la persistente
lluvia y la niebla instalada en nuestro jardín, me quitaban las ganas de
escribir, por eso, siempre había flores sobre mi mesa. Hasta mi batín y mis zapatillas
descansaban sobre el galán. Solo echaba en falta una cosa; fue un detalle por
su parte alejar de mí lo que en vida tenía un valor sentimental enorme. Sobre
el pomo del cabecero de nuestra cama, solía descansar un rosario de plata y
perlas, era el recuerdo más preciado que tenía
de mi madre. Ahora ninguna de esas cosas tenían significado. Tanto
esfuerzo para nada. Tanto amor derrochado en el empeño de crear un lugar
acogedor para mí. Tanto tiempo esperando mi regreso. El frío ya no me resultaba
desagradable, era parte de mí. Yo, ya no era el mismo de antes.
Tenía
la boca pastosa y una sed atroz. Sentí la urgencia de satisfacer otras
necesidades fisiológicas. Corrí hacia el cuarto de baño, sería más correcto
decir que volé, porque en ningún momento mis pies rozaron el suelo. Me desplacé
con solo pensarlo, mi cuerpo era ligero y obediente; un ente vacuo y volátil
capaz de obedecer mis órdenes sin objeciones. Curiosamente, fue en ese preciso
momento, cuando llegué a la absurda conclusión, mientras me deshacía del orín
de unos cuantos siglos, de que ya nunca necesitaría alimentarme con sólidos.
Estaba agotado, tenía el cuerpo dolorido, con la sensación de haber realizado
un largo viaje, agarrotado por la inmovilidad del eterno descanso. Regresé a la
cama y recapacité. Durante un segundo, la melancolía mantuvo un hilo de vida en
mi cuerpo. Una luz brillante, fugaz, casi consiguió que pudiera ver. Recorrí
mentalmente la estancia, una vez más, intentando asirme a algo de mi pasado.
Observé mi mesa. El arte de escribir, algo que tanto amaba, me pareció un signo
de debilidad, tan humano, tan pueril. Recuerdo, que pensé que debía ser el
momento adecuado para pedir un último deseo, expresar mi última voluntad.
Aquella sensación duró nada. Lo que dura un estertor, después, fue todo
oscuridad, pensamientos fríos y ausencia de sentimientos. Sólo quería beber. El
sentido de mi existencia tomó un cariz nuevo. Sólo importaba yo. Todo lo que
había a mi alrededor estaba para saciarme, para ser utilizado en mi beneficio,
a mi antojo.
Todo era nuevo para mí. Presentía que tenía todo el tiempo del mundo. Pasado un rato, creo que en realidad fueron unos cuantos años más, tomé la determinación de no perder ni un segundo y comenzar a disfrutar mi nueva vida. En cuanto estuve incorporado, mis sentidos me deleitaron con las posibilidades de mi nueva realidad. Escuché unos pasos que se acercaban. Llegó hasta mi el aroma de la azalea unido al de su piel morena. La sed se hizo insoportable, hasta el punto de obligarme a restregar la lengua por mi dentadura, para recoger el exceso de salivación y evitar así babear como un estúpido. Recordé las sensaciones que aquel aroma conocido provocaba en mí; el dolor del corazón repleto de su presencia, la urgencia de unirme a ella ante la mínima insinuación. Presentía como se acercaba, moviendo sus dulces caderas, agitando el vestido de un lado a otro. Sus ojos pidiendo amor, su sonrisa pícara desbordando su cara, pensando que yo correspondería desesperado, que como antaño, me la comería a besos mientras la desnudaba. Sus tacones aceleraron el paso a mi encuentro. En su avance su cuerpo se transformaba, a cada paso, un lustro hacía mella en él. El vestido ceñido entonces, se transformó en una especie de bata. Sus muslos tersos engordaban, vibraban a cada paso rellenos de carne blanda, igual que la que escondía sus caderas y en la que se perdió su cintura. Pude ver su cara, la ilusión y el amor se reflejaban en ella, al final del camino, ya casi en mi estancia, sus párpados caían sobre los ojos disminuidos de pestañas. El moreno de su pelo se llenó de canas y, a unos cuantos pasos más, se convirtió en un castaño sintético.
Estaba a un paso de convertirme en
alguien nuevo. Mi amor se esfumó sin dolor, fue sustituido por un egocentrismo
exagerado. Por una necesidad de supervivencia que me convertía en un
depredador. Es cierto, que lo más ansiaba, antes de completar mi metamorfosis,
era tener la oportunidad de verla por última vez. Ella entró en la habitación.
Noté su presencia cercana, tuve la certeza de que durante un tiempo, habíamos
vivido en dos planos paralelos. Muchos más años pasaron en mi mundo, sin
embargo, me pareció que los pocos que pasaron por su vida habían hecho estragos
en su cuerpo. Su presencia era lenta y torpe, su respiración entrecortada, su
aura emitía unos sonidos que me llegaban encorvados. ¿Era ella consciente de
mi nueva existencia y mi estado?,
aparentemente, sí. Llegué a la conclusión, de que ella había estado cuidando de
mi todos esos años, tal vez, con la esperanza de que al despertar, mi apetito
nos reuniera de nuevo bajo un mismo tiempo. Ella ladeó su cara ofreciéndome el
cuello. Mi cuerpo era, ahora, incapaz de sentir nada. Una imagen llegó a mi
mente. La sensualidad de Salma Hayek contoneándose, disfrutando de la fría caricia
de una enorme serpiente, vertiendo después el licor sobre su pierna; un hombre
bebiendo a lametazos el sugerente licor que goteaba de su pie, un pobre
desgraciado que probablemente formaría parte de su posterior cena. Volví a
fijarme en mi esposa. Mi sed por ella se esfumó de pronto. Decidí que la
dejaría vivir en paz hasta que el destino resolviera cuando debía llegar su
hora. Me puse frente a una pared vacía, me atusé el pelo, estiré mis ropajes y
salí por la ventana, a la calle oscura, de cacería.
Como siempre, genial! Qué imaginación tienes!!
ResponderEliminarPilar Larrea
Gracias, Pilar. !Y lo bien que me lo paso!
EliminarTe vas superando. No dejes de sorprendernos. Leeré tus relatos para que me induzcan a un dulce sueño. ¡Buenas noches, escritora!
ResponderEliminarSabes que esa palabra me queda grande, la de escritora, digo. Lo del sueño, espero que sea dulce y no soporífero. De cualquier forma ayudarte a dormir es un placer. Necesitamos tus pilas bien recargadas.
EliminarYa puesta,deberías continuar. Sería una estupenda introducción o primer capítulo. Yo te empujo. Animo.Besos.Obregón
ResponderEliminarEmpuja, empuja Obregón. Todo se andará, de momento a darle a las teclas y martirizando a los amigos. Más besos para ti.
EliminarSi, te animo porque de aquí puedes sacar una novela¡¡¡ Enhorabuena Betty¡¡¡¡
ResponderEliminarBesitos, Ce. Gracias por tus energías.
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