martes, 12 de noviembre de 2013

Mi primer despertar tras el ocaso

Por fin desperté de un sueño que parecía haber durado una eternidad. Intenté abrir los ojos, en ese momento, fui plenamente consciente de mi ceguera, y sin embargo, las coordenadas que acotaban la estancia llegaban claras a mis oídos; mostrando con total nitidez aquel cuarto y todo lo que había en él. Desconocía el motivo de mi presencia en aquel lugar, me resultaba anodino y vacío pese a estar repleto de trastos. El cuarto estaba frío y oscuro. Mi cuerpo descansaba sobre la cama, que antaño, compartía con mi esposa. Descubrí que todas mis cosas estaban allí almacenadas. Parecía un mausoleo, un museo dedicado a mi persona. Pensé que alguien, probablemente ella, lo habría dejado todo cerca para que, cuando despertase de mi largo sueño, pudiera recordar quien era. Mi escritorio estaba perfectamente ordenado, mi caja de madera tallada con mis bolígrafos de colores, los folios perfectamente alineados, y sobre estos, mi último cuaderno con todas mis anotaciones y un pequeño jarrón en una esquina. Las lilas llenaban el cuarto con su aroma, eran mis flores preferidas y cada primavera, me acompañaban en las largas horas en las que escribía, comprensivas y silenciosas para no robarme la inspiración. El retrato de mi joven esposa me observaba junto a las flores. Su sonrisa dulce y su mirada traviesa proyectaban esos primeros calores típicos de esa estación; también lo hacía el estampado de su vestido, ceñido en la cintura, que dejaba a la vista sus brazos, sus largas piernas y el comienzo de su prominente escote. Ella se empeñaba en mantener la primavera en mi despacho. Los inviernos se me hacían eternos; la persistente lluvia y la niebla instalada en nuestro jardín, me quitaban las ganas de escribir, por eso, siempre había flores sobre mi mesa. Hasta mi batín y mis zapatillas descansaban sobre el galán. Solo echaba en falta una cosa; fue un detalle por su parte alejar de mí lo que en vida tenía un valor sentimental enorme. Sobre el pomo del cabecero de nuestra cama, solía descansar un rosario de plata y perlas, era el recuerdo más preciado que tenía  de mi madre. Ahora ninguna de esas cosas tenían significado. Tanto esfuerzo para nada. Tanto amor derrochado en el empeño de crear un lugar acogedor para mí. Tanto tiempo esperando mi regreso. El frío ya no me resultaba desagradable, era parte de mí. Yo, ya no era el mismo de antes.

Tenía la boca pastosa y una sed atroz. Sentí la urgencia de satisfacer otras necesidades fisiológicas. Corrí hacia el cuarto de baño, sería más correcto decir que volé, porque en ningún momento mis pies rozaron el suelo. Me desplacé con solo pensarlo, mi cuerpo era ligero y obediente; un ente vacuo y volátil capaz de obedecer mis órdenes sin objeciones. Curiosamente, fue en ese preciso momento, cuando llegué a la absurda conclusión, mientras me deshacía del orín de unos cuantos siglos, de que ya nunca necesitaría alimentarme con sólidos. Estaba agotado, tenía el cuerpo dolorido, con la sensación de haber realizado un largo viaje, agarrotado por la inmovilidad del eterno descanso. Regresé a la cama y recapacité. Durante un segundo, la melancolía mantuvo un hilo de vida en mi cuerpo. Una luz brillante, fugaz, casi consiguió que pudiera ver. Recorrí mentalmente la estancia, una vez más, intentando asirme a algo de mi pasado. Observé mi mesa. El arte de escribir, algo que tanto amaba, me pareció un signo de debilidad, tan humano, tan pueril. Recuerdo, que pensé que debía ser el momento adecuado para pedir un último deseo, expresar mi última voluntad. Aquella sensación duró nada. Lo que dura un estertor, después, fue todo oscuridad, pensamientos fríos y ausencia de sentimientos. Sólo quería beber. El sentido de mi existencia tomó un cariz nuevo. Sólo importaba yo. Todo lo que había a mi alrededor estaba para saciarme, para ser utilizado en mi beneficio, a mi antojo.

         Todo era nuevo para mí. Presentía que tenía todo el tiempo del mundo. Pasado un rato, creo que en realidad fueron unos cuantos años más, tomé la determinación de no perder ni un segundo y comenzar a disfrutar mi nueva vida. En cuanto estuve incorporado, mis sentidos me deleitaron con las posibilidades de mi nueva realidad. Escuché unos pasos que se acercaban. Llegó hasta mi el aroma de la azalea unido al de su piel morena. La sed se hizo insoportable, hasta el punto de obligarme a restregar la lengua por mi dentadura, para recoger el exceso de salivación y evitar así babear como un estúpido. Recordé las sensaciones que aquel aroma conocido provocaba en mí; el dolor del corazón repleto de su presencia, la urgencia de unirme a ella ante la mínima insinuación. Presentía como se acercaba, moviendo sus dulces caderas, agitando el vestido de un lado a otro. Sus ojos pidiendo amor, su sonrisa pícara desbordando su cara, pensando que yo correspondería desesperado, que como antaño, me la comería a besos mientras la desnudaba. Sus tacones aceleraron el paso a mi encuentro. En su avance su cuerpo se transformaba, a cada paso, un lustro hacía mella en él. El vestido ceñido entonces, se transformó en una especie de bata. Sus muslos tersos engordaban, vibraban a cada paso rellenos de carne blanda, igual que la que escondía sus caderas y en la que se perdió su cintura. Pude ver su cara, la ilusión y el amor se reflejaban en ella, al final del camino, ya casi en mi estancia, sus párpados caían sobre los ojos disminuidos de pestañas. El moreno de su pelo se llenó de canas y, a unos cuantos pasos más, se convirtió en un castaño sintético.


Estaba a un paso de convertirme en alguien nuevo. Mi amor se esfumó sin dolor, fue sustituido por un egocentrismo exagerado. Por una necesidad de supervivencia que me convertía en un depredador. Es cierto, que lo más ansiaba, antes de completar mi metamorfosis, era tener la oportunidad de verla por última vez. Ella entró en la habitación. Noté su presencia cercana, tuve la certeza de que durante un tiempo, habíamos vivido en dos planos paralelos. Muchos más años pasaron en mi mundo, sin embargo, me pareció que los pocos que pasaron por su vida habían hecho estragos en su cuerpo. Su presencia era lenta y torpe, su respiración entrecortada, su aura emitía unos sonidos que me llegaban encorvados. ¿Era ella consciente de mi  nueva existencia y mi estado?, aparentemente, sí. Llegué a la conclusión, de que ella había estado cuidando de mi todos esos años, tal vez, con la esperanza de que al despertar, mi apetito nos reuniera de nuevo bajo un mismo tiempo. Ella ladeó su cara ofreciéndome el cuello. Mi cuerpo era, ahora, incapaz de sentir nada. Una imagen llegó a mi mente. La sensualidad de Salma Hayek contoneándose, disfrutando de la fría caricia de una enorme serpiente, vertiendo después el licor sobre su pierna; un hombre bebiendo a lametazos el sugerente licor que goteaba de su pie, un pobre desgraciado que probablemente formaría parte de su posterior cena. Volví a fijarme en mi esposa. Mi sed por ella se esfumó de pronto. Decidí que la dejaría vivir en paz hasta que el destino resolviera cuando debía llegar su hora. Me puse frente a una pared vacía, me atusé el pelo, estiré mis ropajes y salí por la ventana, a la calle oscura, de cacería.

8 comentarios:

  1. Como siempre, genial! Qué imaginación tienes!!
    Pilar Larrea

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  2. Te vas superando. No dejes de sorprendernos. Leeré tus relatos para que me induzcan a un dulce sueño. ¡Buenas noches, escritora!

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    1. Sabes que esa palabra me queda grande, la de escritora, digo. Lo del sueño, espero que sea dulce y no soporífero. De cualquier forma ayudarte a dormir es un placer. Necesitamos tus pilas bien recargadas.

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  3. Ya puesta,deberías continuar. Sería una estupenda introducción o primer capítulo. Yo te empujo. Animo.Besos.Obregón

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    1. Empuja, empuja Obregón. Todo se andará, de momento a darle a las teclas y martirizando a los amigos. Más besos para ti.

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  4. Si, te animo porque de aquí puedes sacar una novela¡¡¡ Enhorabuena Betty¡¡¡¡

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