lunes, 23 de diciembre de 2013

Carta a los Reyes Magos

Queridos reyes magos:
           

Este año no escribiré mi carta, o por lo menos, no lo haré como de costumbre. Tengo un deseo, sólo uno. Deseo que hagáis bien vuestro trabajo. Regalad juguetes a los niños; a los adultos dejadnos a un lado, no necesitamos nada de lo que últimamente venís trayendo, ni ropa, ni móviles, ni ordenadores, nada de esto.

Vuestra labor consiste en repartir ilusión. Tal vez esté equivocada, pero tener ilusión es ver el azul del cielo hasta en los días más grises. Es intuir que tras la oscuridad del túnel hay un punto de luz, tal vez como el agujero de una aguja o la cabeza de un alfiler pero sabremos que está ahí, y según nos acerquemos, la luz se hará más grande, hasta cegarnos.

La ilusión ensancha el corazón. Hace más largos los días e intensifica los colores. En estos tiempos, donde sentirse afortunado casi avergüenza, cuando muchos de los nuestros lo pasan tan mal, es vuestra obligación repartir ilusión y esperanza. Creo sinceramente que todos tenemos algo de culpa en lo que está ocurriendo. Nos volvimos inhumanos en un mundo repleto de actividad. Dejamos a un lado a las personas por engrandecer las necesidades de la comunidad, de la mayoría. Términos abstractos, carentes de vida y sentimientos que aniquilan a la raza humana. Miramos hacia otro lado, no quisimos ver este mundo lleno de manos que visitaban bolsillos ajenos. Nos hemos dejado embaucar por las luces de la ciudad, dejando que el sol ilumine un campo yermo, con costumbres que se derrumban entre los muros de adobe. Los campanarios alojan familias de cigüeñas, mientras el tañido de las campanas olvida su cántico, por permanecer mudo desde hace una eternidad.

Se fundieron las luces. Tal vez ahora nos demos cuenta de que no necesitábamos nada de esto. Volverán los «buenos días» con su correspondiente inclinación de cabeza. El «pase usted primero», incluso «déjeme que le ayude con esas bolsas». Volveremos a expresarnos con palabras, dejando que estas maravillosas letras se ocupen de las historias, de los cuentos. Las letras no son para la vida, son para los sueños. 
Desenroscaremos las bombillas, dejando que la luz del sol ilumine nuestras vidas. Volverá a sonreír, satisfecho, tal vez incluso pueda ver cumplido el sueño de ver levantar esos muros de barro. Tal vez escuche de nuevo el cantar en lo alto de los campanarios, avisando a los vecinos de una nueva vida, de una despedida o alguna fiesta. Entonces brillará más intenso.

 Este es mi sueño, mi único deseo y estoy segura de que me lo concederéis. Volveremos a compartir los sentimientos, recuperaremos el olor a humo al entrar en nuestras casas en las frías jornadas de invierno. Volveremos a ser humanos, aun con todos nuestros defectos. Volveremos a salir a la calle, miraremos el cielo azul, intenso y volveremos a soñar.

          Feliz Navidad.


martes, 17 de diciembre de 2013

El porqué de escribir

Siempre que alguien me pregunta por qué escribo tengo que permanecer en silencio unos segundos antes de responder. Podría pensarse que hurgo en mi interior buscando los motivos pero no hay nada más alejado de la realidad; tengo tantas alegaciones que justifican el acto, que debo frenarlos en mi interior y ordenarlos para explicarme correctamente.
Escribo porque me hace feliz, porque lo necesito. Hay tantas historias dentro de mi cabeza, «siempre las ha habido, antes incluso de ser consciente de que así era», que tengo que obligarlas a salir para mantenerme algo cuerda. El placer se convierte en vicio y el vicio se retroalimenta. Cuanto más escribo, más ganas. A más ganas surgen más ideas. Imaginad un yonqui que segregara su propia heroína, así me siento cuando escribo.
Mi mente es inquieta, sueño dormida, despierta, imagino conversaciones y desenlaces, y todo esto convive con mi mundo, no soy capaz de separar lo real de lo imaginario. Escribir desarrolla mis sentidos, me hace estar alerta. Puedo detectar la actividad de esos pequeños hombrecillos ocultos bajo la hojarasca del otoño que inunda las aceras. Descubro el pasado glorioso de algún mendigo, traiciones, pasiones prohibidas. He aprendido a leer el lenguaje del alma que se expresa en silencio a través de los ojos de los transeúntes.
He descubierto los colores de la vida, he conocido a hombres maravillosos, mujeres valientes, soldados, mineros… y quiero más. Ser quijote se me quedó pequeño, leer las historias que escribieron otros sigue siendo algo imprescindible en mi vida, pero hace tiempo que cometí el pecado de colarme dentro. Alguien dejó una puerta abierta, y yo, aproveché la oportunidad, o simplemente acudí a esa llamada de auxilio, como hizo Bastian para liberar de la nada al mundo de Fantasía. Durante muchos años realicé en secreto mis incursiones por mi Narnia particular, después, me desinhibí por completo. Puedo ser esa niña negra que duerme en la caseta de las herramientas, puedo sentir el frío y la soledad. Puedo caminar con un viejo y su grifo hacia Santiago mientras decido qué hacer con mi vida, cuidar de mi anciana tía viendo crecer a las golondrinas mientras horneo bizcochos. Puedo ser ese gato con alas y volar sin jugarme la vida.

Es curioso, siempre que comento que escribo, alguien hace alusión a la fama o al dinero. Bajo mi motivación, no aparecen estos términos ni por asomo. De esto no se vive. Ni quiero. ¿A caso tenemos que ser todos García Márquez?, ¿acaso son todos los que pintan Picasso, todos los matemáticos Arquímedes, tenemos que ser Sócrates, Rojas Marcos, Curie, Mozart o Uchida, Eastwood, Kubrick o Tarantino? Gracias a Dios o a quien sea, los dones están más repartidos que la lotería. En pequeñísimas dosis. Afortunados los que perciben porciones mayores, pero que nos dejen disfrutar de las nuestras. Sólo necesito cerrar un instante mis ojos para vivir mil vidas, para descubrirme dentro de un mundo nuevo.

martes, 10 de diciembre de 2013

Del peligro de algunos sueños



Se durmió soñando que él también podía volar. Todavía se relamía el sabor que las plumas dejaron en su boca. ¡Tenía tantos planes! Cacerías, juegos, noches de cortejo hasta quedar afónico y con el lomo dolorido de restregarlo por las esquinas. El tiempo era escaso, aun con sus siete vidas intactas, no podía permitirse el lujo de desperdiciarlo trepando a los árboles o saltando por los antiguos tejados. Se desperezó, como lo hace un gato con alas, y se lanzó al infinito. Se despertó en el suelo, con los huesos quebrados y una vida menos.

martes, 3 de diciembre de 2013

El tunel de lavado de la calle Prieto (segunda parte)

        
        
            ...Siempre pensé que ella inventó aquella historia para justificar mi nacimiento fruto de alguna infidelidad. Supongo que mis ojos azules y mi pelo negro azabache confirmarían las sospechas de aquel marido de pelo lacio y ojos color miel, con la piel algo cetrina y porte ramplón que salió de la maternidad para no volver jamás. Supongo que me lo contó para eso y para envolver nuestra existencia con esa magia con lo que lo cubría todo. Me encantaba esa historia, a lo largo de mi vida la he escuchado millones de veces.
Mi madre no usaba aquel coche que envejecía en el callejón de atrás. De vez en cuando echaba algo de gasolina y daba un par de vueltas a la manzana para mantenerlo con vida. No había dinero para más. Una vez al mes volvía a aquel túnel a sacarle brillo al coche y a devolverle la dignidad que se merecía. Durante más de treinta años fue puntual a su cita, esperando que aquel ser mágico regresara para recoger su clave. Siempre que podía, la acompañaba. Cuando cumplí los ocho años consideró que era lo suficientemente mayor para ayudarla a cuidar de aquel objeto. Bajo la protección de las esponjas, abrió la guantera y puso la clave mágica en mi mano. A mi me pareció que era una simple piedra pulida por el agua de mar, y el símbolo grabado en algún extraño idioma al que ella se refería, me dio la sensación de que era el rastro que había dejado el largo descanso de algún molusco. Pero siempre consideré que mi madre era una mujer sabia y que tenía la virtud de ver otros mundos que convivían con el nuestro, ¡como iba yo a llevarle la contraria!
            Fui creciendo. Cada año de mi existencia lo celebrábamos merendando unos churros en San Ginés y en la sesión de tarde de los cines Luna. Compartíamos nuestro hogar con unos pequeños duendes, que según decía mi madre, devoraban todo lo que encontraban. Por eso en casa nunca había demasiada comida. Mi madre compraba lo justo para el día. Me aseguraba que cuando preparaba los ingredientes, siempre había de sobra para ella, para mí, e incluso para saciar a los pequeños duendes. Casi siempre me obligaba a comerme todo, me prometía que ella comería cuando fuera camino de alguno de los trabajos que mendigaba en las porterías y comercios del barrio. A mis amigos les encantaba venir a mi casa, era la más pequeña y humilde, pero siempre había sonrisas y abrazos repletos de chocolate para todos. Pasábamos tardes enteras fabricando coches y aviones con los cartones y restos de pinturas que me regalaba el Señor Antonio, el vecino del primero A, que era pintor.
            Mi madre decía que yo era esa persona especial, ese compañero que la protegía y ayudaba en su difícil misión. Nuestros viajes al lavado continuaron y yo fui creciendo. Necesitaba las noches para estudiar pero ella debía descansar para poder trabajar. Mi madre ocupaba la litera de abajo, compró una cortina de esas que se utilizan en las salas de audiovisuales y la colocó en su litera para dejarme el resto de la casa iluminada y poder dormir. Por aquel entonces la animaba a salir con algún hombre, pero ella siempre me contestaba que aquel hombre mágico regresaba mientras todos dormían, que comenzaron siendo amigos y, con una risita tonta, me confesaba que ahora eran algo más que eso. A menudo me sorprendía dándome los buenos días junto con recuerdos y abrazos de aquel hombre con el que se citaba en sueños.
            Siempre me pregunté como era posible que en aquella casa donde todo era escaso, jamás faltara un céntimo para pagar mis estudios. Una tarde de viernes, estando yo limpiando mientras mi madre regresaba de uno de sus trabajos, descubrí bajo la litera una baldosa algo despegada. Encontré un hueco en el suelo y en él, un montoncito de billetes pequeños y usados, guardados con amor y con el sacrificio de mucha hambre. Aquella tarde lloré y cometí un gran pecado. Robé a mi madre cincuenta pesetas. Me acerqué a la mercería del barrio y compré unos cuantos metros de una tela preciosa. La dependienta me aseguró que era una tela para cortinas, pero a mi me pareció de lo más elegante. Lo guardé hasta su cumpleaños, nunca antes había podido comprar un regalo para ella. Cuando abrió el paquete sonrió con los ojos llenos de lágrimas y esa misma tarde comenzó a coser.
Terminé la universidad y me casé. Diré, y no me avergüenzo de ello, que el día que salí de mi casa con mi traje nuevo y con ella del brazo lloré como un niño. Nuestro destino estaba a la vuelta de la esquina. La iglesia del Santo Sepulcro. A escasos cincuenta metros ella se detuvo para secar mis lágrimas silenciosas con todo su amor. Estaba preciosa, inmersa en su vestido de segunda mano y maquillada por una vecina.
-Hoy es otro de nuestros días especiales —me dijo—. Serás inmensamente feliz, mucho más que hasta ahora, tendrás la responsabilidad de hacer feliz a tu esposa y a los niños que vengan. Yo estaré siempre aquí. Y tú, aunque ahora vivas con ella, siempre estarás conmigo. Recuerda que siendo feliz, harás felices a los demás. Y sólo buscando la felicidad de los tuyos, encontraras la propia.
Las cosas me han ido bien desde entonces, intenté que mi madre se viniera a vivir con nosotros y tuviera por fin la vida que se merecía. Ella se negaba porque temía que aquel hombre dejara de visitarla en la complicidad de la noche.
            Ahora tengo treinta y ocho años. Tengo dos hijos preciosos. Ninguno tiene el azul intenso de mi mirada, pero ambos tienen la sonrisa de mi madre. En casa también hay duendes aunque no comen como los de mi antiguo hogar, sólo juegan con los niños y esconden cosas de vez en cuando. En casa siempre hay sonrisas y docenas de tabletas de chocolate. Mi madre murió hace seis años. La encontré tumbada en su cama con el semblante sereno y una sonrisa en la boca. Sigo conservando su viejo ochocientos cincuenta. Soy un nostálgico, y ayer, como cada siete de mayo, regresé al viejo túnel de lavado de la calle Prieto. Debo ser de los pocos clientes que siguen siendo fieles y supongo que no le queda mucho tiempo de vida. Cuando las esponjas comenzaron a dar vueltas, comprobé que aquella piedra permanecía en la guantera. Enormes gotas de colores comenzaron a salpicar el coche hasta cubrirlo de oscuridad. Sentí el ruido de la puerta y me salpicaron algunas gotas. Volvió la luz y aquel  hombre tan parecido a mi, me abrazó y me dio las gracias por haber sido tan buen compañero y haberla cuidado durante todo ese tiempo. Me pidió la clave, había llegado el momento de devolverla a su lugar. Volvió a abrazarme, me aseguró que ella estaba bien y todo volvió a la normalidad. Aparté el coche de la salida del túnel y salí para respirar. Miraba el coche esperando que tal vez pudiera darme una explicación y lograr entender lo que había sucedido. El coche mantenía su silencio, mi cara sonreía mientras las lágrimas correteaban por mis mejillas y unas manchas multicolores se secaban en mi camisa. 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

El tunel de lavado de la calle Prieto (Primera parte)

Mi madre era una mujer especial. El mejor regalo que la vida me ha hecho. Tuve la mejor infancia que uno puede desear, carente de todo, pero  colmada de lo principal. De ella.
 Vivíamos en un cuartucho alquilado de unos veinticinco metros cuadrados, el espacio suficiente para disfrutar de una litera, una mesa camilla, una cocina de butano, una nevera de camping y un pequeño armario donde guardábamos la escasa ropa que teníamos. Una puerta separaba el cuarto de baño, todo un mundo de higiene en un metro y medio de espacio. En esa pequeña estancia pasé mi infancia y mi juventud.
Todo cuanto hacía o pensaba mi madre giraba en torno a mí. Me dedicó su vida entera. Como cualquier madre, sí, pero, siempre con una sonrisa, sin una queja, con una imaginación y un empeño tan voraces que desdibujaron el hambre, la falta de juguetes y lo más importante, la falta de un padre.
Contaba unas historias increíbles, supongo que para adornar nuestra mediocre existencia. De todas las historias que contaba, la del túnel de lavado de la calle Prieto era la mejor: Tenía ella unos veintitrés años, llevaba ocho meses casada y trabajaba de cajera en un supermercado. Su marido era el encargado y no les iba nada mal. Compró un coche de segunda mano, un ochocientos cincuenta color verde oliva; como todo lo que poseía, lo cuidaba con esmero y una vez al mes lo llevaba al túnel de lavado que había en la pequeña gasolinera de la calle Prieto, la que hay frente a la librería «El bosque de tinta».  Aquella mañana, echó gasolina y pidió al encargado una ficha para el lavado como había hecho cientos de veces. Entregó la ficha al chico y una moneda de cinco pesetas para que limpiase con un cepillo el parabrisas. Se aseguró de que todas las ventanas estuvieran bien subidas, y ajustó las ruedas delanteras en el carril con la ayuda de las indicaciones del niño, que pulsó el botón, para activar las enormes esponjas.
            A ella le encantaba entrar en ese universo donde la lluvia estaba acompañada de millones de cintas de colores. Nunca perdió la capacidad de ver el mundo con la mirada infantil, con la sorpresa y la emoción de la primera vez. Aquel día, después de la primera lluvia fina, cuando el jabón debía cubrir los cristales con una cortina blanca, ocurrió algo extraño. Comenzó a llover un torrente de colores, con tanta intensidad, que dejaron por un  instante, el coche completamente a oscuras. Entre el ruido de las esponjas le pareció escuchar el golpe de la puerta al cerrarse, incluso sintió que algunas gotas salpicaban su rostro. La lluvia de colores dejó paso a una luz deslumbrante y descubrió que en el asiento de al lado había un hombre sentado. Tenía el pelo oscuro, demasiado largo, y los ojos de un azul intenso. Aquella mirada iluminó el cielo del interior del lavado.
Quiso gritar asustada. El hombre advirtió que nadie podía oírles, tomó su mano y depositó en ella algo importante. Una clave secreta que protegía el mundo de los sueños y que ahora estaba en peligro. La clave era de un mineral negro, ovalada y tenia grabado un símbolo extraño. Ella debía protegerlo y llevar una vida sencilla para no llamar la atención. Aquel guardián de la clave no podía quedarse para ayudarla, pero, tenía el poder de otorgarle la compañía de alguien especial, que cuidaría de ella y la protegería mientras durase aquella extraña misión. Entonces me hablaba del mundo lejano que  le mostró aquel hombre, colmado de pájaros, de un cielo azul, del calor del verano y de un lago de aguas cristalinas . De todo ello disfrutó, dentro de aquel coche, en aquel viejo túnel de lavado. Ese fue el primer día que ella fue realmente feliz. 
            De nuevo la oscuridad invadió el interior del coche, el hombre desapareció como por arte de magia. Regresó la lluvia de colores, tras ella la cortina de jabón y las esponjas con sus millones de cintas. Llegó al huracán que borró las huellas del agua y terminó frente al semáforo que verdeaba indicando que el lavado había concluido. Estaba confusa, intentaba asimilar lo que había ocurrido. El chico del lavado tuvo que gritar para hacerla regresar a la realidad.
            Eso ocurrió el siete de Mayo de mil novecientos cincuenta. Aquel día, le resultó curioso que la ficha del lavado fuera azul. En un principio no le dio mayor importancia, pero al salir del túnel, con el cuerpo aún temblando y después de discutir un buen rato con el encargado de la gasolinera, pudo comprobar que su ficha estaba allí. El encargado negaba haber visto alguna vez esa ficha y no había ni rastro del hombre que ella dijo ver. Entró confusa en el coche. Una vez dentro fue consciente de lo que su mano derecha encerraba. Abrió la guantera del coche y guardó en ella la clave; le pareció que la forma más segura de que estuviera a salvo, era dejarla aparentemente olvidada, como si fuera algo carente de valor. Al regresar a casa dudó si contarle a su marido lo que había ocurrido. Este jamás la creyó, aun así, esperó a que yo llegara al mundo nueve meses después.
            Siempre pensé... 

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