La hermana Jacqueline salió del refectorio escondiendo algo,
en la manga izquierda de su hábito. Caminó hasta la iglesia conventual, donde
encontró a la hermana Dominic, que yacía en el suelo, frente al altar; mantenía
los brazos y piernas estirados y el rostro pegado a las baldosas. Dominic
sintió el abrazo de su hábito de sayal, estirado por las manos delicadas de la
hermana Jacqueline, que después, le acaricio la toca. La hermana Jackeline
depositó algo en el suelo, por su aroma, ácido y algo dulce, Dominic supo que
era una manzana.
—No te atormentes hermana. Su palabra volverá a saciar tu
alma.
El invierno mantenía las baldosas heladas y sin embargo, a
Dominic el frío la atacaba desde dentro, desde lo más profundo. Pasó el resto
de la noche suplicando una señal que descongelara su alma. No había amanecido
cuando regresó a su celda. Tomó la cruz que descansaba en la pared y, tras
sentarse en la cama, la posó sobre sus rodillas. La austeridad de los muros la
acechaba, estrechando, más si cabe, la angosta celda. Se tapó los oídos con
ambas manos, para calmar el dolor que le producía el silencio, y así, continuó un
largo tiempo.
—¿Cual ha sido mi pecado, Señor?
La hermana Dominic se asomó al ventanuco de la celda, dio
una decena de vueltas alrededor de su cama y volvió a sentarse sobre la colcha
de lana. Lo pensó mejor y se asomó de nuevo, pero la negrura ocultaba todavía
el paisaje. Su garganta se estrechaba al ritmo estrangulador de los muros. Comenzó
a faltarle el aire, supo, entonces, que debía hacer algo.
Salió de la celda y cerró la puerta. Bordeó el claustro
protegida por las sombras de sus arcos. El frío intentaba retenerla por los
pies, protegidos únicamente por unas humildes alpargatas. Escuchó el chorro de
la fuente, situada en el centro del claustro, y el ulular de una lechuza
desvelada. Obtuvo, por un instante, algo de paz para sus oídos. Entró de nuevo
en la iglesia y miró a Jesucristo, directamente a los ojos. Bajó la mirada y
aceleró el paso a la vez que la angustia hería su garganta, produciendo un
sonido seco al esforzarse en atrapar algo de aire. Por fin, alcanzó el atrio.
—Es mejor que no veas esto —dijo quitándose el crucifijo.
Lo besó un par de veces, lo colgó de la escarpia donde
descansaban las llaves, y lo dejó dado la vuelta, mirando la pared. Un temblor
incontrolable hizo que no atinara con el picaporte. Atravesó el umbral, y allí
mismo, se deshizo de la toca. Avanzó un par de pasos, el escapulario cayó sobre
el rocío helado, y después, la túnica. Caminó hacia un horizonte imaginario,
abandonando, en su camino, las alpargatas. Cubierta únicamente por el camisón,
esperó con los ojos cerrados a que llegara el alba. Sintió el calor de la
claridad en los parpados, respiró la brisa del amanecer, limpia y fresca,
caldeando su cuerpo. Decidió que ya era el momento. Abrió los ojos. Los rayos
de sol se abrían paso a través de la evanescente bruma. Un mar de espigas,
repletas de granos de trigo, se batía con la brisa, produciendo una marea,
cuyas olas doradas, siseaban una oración rítmica. La paz abrazó por fin a la hermana
Dominic y el calor, oblicuo, del sol arropó su alma. La hermana Jaqueline la
encontró cuando el sol alcanzaba lo alto de la torre y, como si hubiera estado
esperándola, la sonrisa azul de la hermana Dominic se desvaneció sobre la
escarcha.