martes, 29 de octubre de 2013

La hacienda Agnew

Todos tenían un lugar en aquella hacienda, un estatus dentro de la jerarquía  establecida. En la casa principal vivían la señora y el señor Agnew,  junto a los señoritos, John, Caroline y Fredy. Mami Evelyn, dormía en la despensa y alguna tarde, cuando la señora  iba a la ciudad, se echaba en la habitación de invitados,  apretando los labios y cerrando mucho los ojos, soportando el calor grasiento y rebosante  del afectuoso señor Agnew que cabalgaba sobre ella. Los demás tenían su espacio en los barracones. Los hombres, en el grande, cada uno tocaba  a dos metros cuadrados, el espacio que ocupaba su jergón de paja y  un baúl de madera sin pulir y, por supuesto, sin cerradura. Las mujeres, en el barracón pequeño, el que está junto al río. Compartían cama, con un poco de suerte, sólo con una compañera. Si engendraban algún varón se añadía al lecho hasta los siete años, a partir de entonces, se le encomendaban tareas de adulto y pasaba al barracón de los hombres. Si era una hembra, se quedaba junto a la madre hasta que quedase algún jergón libre, siempre por fallecimiento, cosa que ocurría a menudo entre nosotros. La enfermedad, el agotamiento o la inanición formaban parte de nuestras vidas.

Los animales tenían su habitáculo correspondiente en la hacienda. Los caballos en el establo, gallinas, cerdos y pavos tenían también un techo donde guarecerse. Teníamos una vaca que parió un ternero y enseguida, se ordenó a los hombres que modificaran un tabique del establo para que el ternero creciese sano junto a su madre.

En Caledonia, Mississippi, ser negro era ser nada. Nosotros pertenecíamos a la hacienda de los Agnew en la que explotaban 300 hectáreas dedicadas al algodón. Tras jornadas de catorce horas nos correspondía una escasa cena, generalmente gachas, maíz y algo de pan duro. Por la mañana, un vaso de leche para los niños, medio para las niñas y algo de pan y manteca para los adultos. Pero si eras  bastarda  y mulata como yo, no sólo te despreciaban los blancos.

Permanecí en el barracón de las mujeres hasta los diez años. Mi madre murió aplastada por una carreta llena de algodón. Permaneció tirada y con las entrañas fuera hasta que terminó la jornada y nos dieron permiso para darle Santa Sepultura. Esa misma noche las mujeres me expulsaron del barracón. Bridget y Agnes se tiraban de los pelos, disputándose nuestra cama y el vestido de flores que usaba mi madre para ir a la iglesia los domingos. Aproveché para escabullirme dentro y poner su vestido, mi única herencia, a buen recaudo. Aquella noche dormí acurrucada en el porche. Amoratada por los palos que no consiguieron sacarme donde lo había escondido. Dormí allí un par de veces más para guarecerme de la lluvia. Los perros descansaban sobre una manta vieja y yo me pegué a la pared todo lo que pude. Mami Evelyn, me despertó a escobazos   y me advirtió, que si volvía a verme durmiendo en el porche, me molería a palos. Desde entonces, vivo en la caseta de las herramientas que hay tras la letrina. Conseguí un par de sacos vacíos de harina y durante meses fui robando a puñados algo de Heno a los caballos. Ahora tengo un catre, algo desinflado y en dos mitades. Comparto mi hogar con un par de ratas que hace un año intentaron comerme. Desperté gritando cuando una de ellas había devorado mi lóbulo izquierdo. Cuando escucho el roer de sus dientes, vuelve el dolor a mi oreja y se me cuela la muerte por la cicatriz que dejaron en ella, entonces, cuelgo el vestido de mi madre sobre un clavo que sobresale de un madero de la pared. Ella me hace compañía en mi vigilia, mientras permanezco sentada y acurrucada sobre el suelo húmedo de tierra. Abrazada a mi misma. El invierno entra por las grietas y los nudos de la madera, ahora huecos. Entra disfrazado de bruma, me envuelve con su tristeza y su sabor a agua estancada, me cala hasta los huesos, doloridos por las palizas, por el trabajo y el frío. Cuando el río crece la letrina se desborda y mi insignificante vida se cubre de la inmundicia de otros. Mami Evelyn me regaló una lata de conservas vacía y yo, se lo agradecí robándole una caja de fósforos. El invierno está siendo muy duro. La señora pala y el señor azadón ya no me hacen compañía, cada día hablan menos y, la soledad me sabe a hambre. El ruido de mis tripas hizo que le robara al gato un par de ratoncillos de campo con los que jugaba hasta reventarles de agotamiento. Hice un pequeño fuego en mi lata de conservas, les chamusqué el pelo y me sirvieron de cena. Por la mañana, el olor a pelo y carne quemada me hizo vomitar.

Ahora me gusta mi hogar. En los malos momentos, paseo mis manos por los listones de madera que forman las paredes. De inmediato recibo el consuelo de su tacto áspero, calloso y agrietado, que me devuelven las caricias del pasado, las de las manos rugosas y cálidas  erosionadas por el trabajo. En los últimos días, me camelé a los perros, compartí con ellos los tesoros de mis hurtos. Ahora duermo calentita con mis dos mantas caninas.  Me quito el vestido antes de dormir y lo cuelgo junto al de mi madre, para hacerla compañía y para que no se impregne del rancio olor del pelaje húmedo que inunda de cariño mi guarida.  Sus besos ásperos y pastosos lamen la sal de mi tristeza y por la mañana tengo que lavarme con el agua gélida del Mississippi, para quitarme el olor de mi hogar y evitar que me zurren.

El señorito John. Dejó olvidado junto a las herramientas un bote con hortalizas. le ocurrió más veces y cuando se lo advertí, me dio seis latigazos delante de todos. La señora Agnew le obligó, y mientras me azotaba, le brillaban los ojos a punto de desbordarse. Pasados unos meses, volvió a olvidar su tartera, lo hacía a menudo. Nunca más volví a decirle nada. Se casó al año de morir mi madre, de esto, hace siete inviernos. Ahora es el Señor Agnew como su padre, y se empeñó en llevarme a su casa, a pesar de las negativas de su madre.  Ahora duermo en su cocina. Cocino y cuido de su hija. La señorita Catherin. Ya no paso hambre y una capa de carne comienza a envolver mis huesos. En invierno me regaló un abrigo. Lo dejó, junto al colchón que extiendo cada noche sobre el suelo, junto al hogar.

Una noche el señor Agnew, o lo que es lo mismo, el señorito John, se empeñó en que yo le prepara el baño. Sólo lo hizo una vez. Se despojó de su camisola cuando todavía estaba vaciando el balde de agua. Entonces se dio la vuelta, me miró a los ojos,  después bajó su mirada hasta posarla en una gran mancha que tenía  en su abdomen. Volvió a  mirarme asegurándose de que había reparado en ella. Entonces sus ojos brillaron como el día que me dio los latigazos. Aquella noche cuando la casa dormía, me levanté el camisón y observe la mancha de nacimiento que tenía en mi barriga, eran como dos gotas de agua, la suya y la mía. La mañana siguiente, me puse el vestido de mi madre, sus flores encajaban en mi cuerpo de  diecisiete años. Temí que él se enfadara. Entró en la cocina a desayunar cuando yo fregaba los cacharros. Sentí su mano en la espalda, y escuché que decía:

-Estas preciosa  hija mía.

           No volvió a repetir esas palabras. Pero puedo sentir que me cuida y que nunca volverá a pasarme nada mientras él esté cerca.

martes, 22 de octubre de 2013

En la marea humana

Esta mañana, caminando hacia el trabajo, entre la corriente de autómatas que nos desplazamos por las concurridas calles, miré al cielo. Su azul intenso me produjo alegría. Respiré profundo para relajarme y dejar que mi piel se reconfortase con el calor de los primeros rayos. Solitario en un mar de gente comencé a fijarme en los rostros impasibles de aquellos maniquíes andantes. Una luz atrajo mi mirada, unos ojos reclamaban en silencio mi atención. Su verde intenso, su alegría coronada por miles de enormes pestañas me cautivaron al instante. Amplié mi campo de visión. Su cara serena, dulce casi angelical, parecía venir de otro mundo.
Mis sentidos sufrieron un colapso. Mis piernas temblaban. Sentía tal debilidad que temí desvanecerme. Mi cuerpo se encendió hasta alcanzar la ebullición. Mi corazón latiendo a mil sentía una alegría pueril que rayaba en la estupidez. Sus ojos me decían que sentía lo mismo. Intentaba retener aquel instante, caminando más despacio, según me iba acercando a ella. Mi cuerpo se comportó como debía pero mi alma corrió a su encuentro. El de ella volaba hacia el mío. Creo que nos besamos y nos amamos en aquel ínfimo espacio de tiempo. Mientras nos cruzábamos, nuestras miradas inseparables hicieron girar nuestras cabezas, hasta que no quedó más remedio que andar hacia atrás, sin perdernos de vista, sin decirnos nada. A unos pocos metros,  era obligado andar de puntillas para intuir su figura. La distancia producida por nuestros pasos rompió el embrujo dejando mi alma en un limbo. Estaba aturdido. Incapaz de pensar, de sentir y mucho menos de trabajar.
            Ahora estoy aquí. En la azotea del edificio donde trabajo, mirando abajo la ciudad empequeñecida. Rememorando una y otra vez ese instante que ha dejado del revés mi existencia. Esperando a que llegue mañana, soñando con volver a verla. Amarla oculto tras la marea humana y quién sabe, tal vez me atreva a decirle algo.

martes, 15 de octubre de 2013

Dos de Cowboys

Cowboys del Oeste                                                                                      

Cuatro hombres ataviados con sus guardapolvos y sus pañuelos anudados al cuello atraviesan una doble puerta. Sobre ella un cartel de madera  reza: “Salón”. Los cuatro hombres se apoyan sobre la barra, depositan sobre ella el revolver y piden cuatro vasos de whisky.


 Cowboys de Occidente


            Cuatro hombres con trajes lustrosos y corbatas perfectamente anudadas entran en una sala. Junto a  la doble puerta un cartel dorado reza: “Sala de reuniones”. Los cuatro hombres se sientan y dejan sobre la mesa sus Iphone.  A continuación dan un trago  de agua embotellada.

martes, 8 de octubre de 2013

El viejo, el perro, el grifo y yo

   Toda mi vida era un caos. Me encontraba en uno de esos momentos en los que uno se siente atrapado y sin rumbo. Tomé una decisión drástica. Lo dejé todo, el trabajo, mi casa, mi chica... Sin pensarlo, me encontré en la calle con algo de dinero, mi crisis existencial, mis botas  y mi mochila. Adopté un perro por puro impulso. Me ladró, lamió mi mano y me fui con él. No eran momentos para tomar decisiones así que le llamé Perro.  
   Dicen que El camino de Santiago es buen compañero en momentos como el que yo estaba atravesando. Decidí comprobarlo. Tomé el tren, compré mi concha y un cayado y comencé mi andadura. El segundo día se me unió en el paseo un anciano de ojos serenos y mirada inocente. Sobre su cayado a modo de empuñadura llevaba un grifo de esos antiguos, de rosca, con forma de flor. “¡Vaya! Un chiflado, espero que no me importune”, pensé. Resultó ser buen peregrino y mejor compañero de viaje. Caminamos en silencio, compartimos comida, cena y buen sueño. Reflexionando descubrí que teníamos algo en común, a mí me acompañaba Perro y a él su grifo, como el animal mitológico con cabeza de águila y cuerpo de león, cuyo único fin es cuidar y proteger algo o a alguien valioso. Cada mañana lanzaba camino atrás su grifo, y en un intento de abandonarlo comenzaba a caminar. Yo le seguía mientras Perro corría en dirección contraria para hacer compañía al grifo. Al rato, Perro nos alcanzaba y el anciano desandaba el camino hasta recuperar su original talismán. Después caminaba a mi derecha mientras el grifo volvía a su lugar sobre el cayado.
   Así hicimos el camino, día tras día, repitiendo en silencio aquel ritual. En nuestro último tramo juntos, como cada mañana, lanzó el grifo una vez más. Perro volvió solo, pero el anciano continuó su camino junto a nosotros.
-El grifo se quedó atrás - le advertí.
-Ya no lo necesito. Encontré lo que buscaba.
-¿Le importa decirme que era?
-Perdí mi familia, mi casa, todo cuanto tenía. Aquel grifo era lo único que pude rescatar de las ruinas. Tenía que reunir el coraje suficiente para desprenderme de lo único que me quedaba para poder seguir viviendo, receptivo a lo que la vida quiera aun regalarme. Pero sentía tanto dolor, que necesitaba acumular gran valor para  conseguirlo. ¿Y tú? ¿Encontraste lo buscabas?
¿Cómo decirle a aquel hombre que yo lo poseía todo y lo dejé voluntariamente buscando no sabía el que? Yo era el que estaba perdido y ahora gracias  a él era consciente.

martes, 1 de octubre de 2013

El último vuelo de la golondrina

La tía Lucía estaba cada día más consumida. Cada invierno se llevaba un pedacito de ella, devolviéndonos a nuestro ángel con el alma cada vez más empequeñecida. Las niñas echaban de menos sus historias primaverales y sus tardes de juegos en la cocina, entre harinas,  huevos, y moldes. En invierno yo hacía las magdalenas esperando a que ella recuperara las fuerzas, pero el olor dulzón que desprendía el horno no era lo mismo. Los restos de harina y almendras molidas no aportaban calidez ni armonía a la cocina. Sólo engendraban desorden. No había hogar, ni brillo, ni risas, ni canciones antiguas. El invierno llegaba a su fin, era hora de despertarla y obligarla a volar, como cada primavera para que recuperara su jovial actividad.
-Tía Lucía tienes que reponerte, pronto regresarán las golondrinas. Las niñas esperan ansiosas poder disfrutar de la cría, observar contigo el regreso de las madres, y escuchar  el trino de los polluelos reclamando alimento y mimo.
Las niñas disfrutaron solas del espectáculo de los primeros vuelos rasantes. La tía Lucía parecía no tener prisa por salir a saludar a sus queridas golondrinas. La vestí y obligué a salir al calor del jardín para contemplar con María y Berta la música y el baile de nuestras amigas. Pasó una buena tarde, y por fin salió de su letargo.
Me despertó el sonido de los pucheros, el olor a croissant de mantequilla, a risas manchadas de chocolate y trinos de bienvenida. Bajé a la cocina.  Me emocioné al comprobar que por fin había recuperado su esplendor. Estaba llena de ternura, de color y vida. Disfruté del aroma y estreché a tía Lucía entre mis brazos. Quería a esa anciana como a mi vida.
Llegaron las primeras crías, los trinos hambrientos, y el estrés de las madres. Lo celebramos con bizcochos, cocas y pastas. Con sobremesas limpiando  cacharros, con trapos repletos de manchas y conversaciones dulces. Quedaba un largo verano y todo un otoño para disfrutar de la compañía de la tía Lucía.
Los polluelos crecían y se asomaban curiosos al mundo. Nosotras les saludábamos con limonada y te frío, acompañados de tarta de manzana y pastel de cereales.

Me levanté temprano y salí al jardín con un café cargado. La casa dormía en silencio y las golondrinas estaban en calma. Descubrí una cría en el suelo. Estaba muerta. La acuné en mi mano con el alma encogida y  la escondí para que las niñas no pudieran verla. La tristeza me invadió, entonces caí en la cuenta de la quietud desesperada que acechaba a la casa. Subí despacio las escaleras, sobrecogida, con llanto seco, del que sale de lo mas profundo del alma.  Entré con cierto desasosiego en el cuarto de tía Lucía. Besé su frente y su mano. Acepté el final precoz del verano mientras abría la ventana. Su alma se posó en el alféizar  observando por última vez aquel cuarto que la había protegido tantos inviernos y en los cortos descansos del verano. Me miró un instante y emprendió el vuelo después de revolotear sobre  mi a modo de despedida.

Registro

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