Todos
tenían un lugar en aquella hacienda, un estatus dentro de la jerarquía establecida. En la casa principal vivían la
señora y el señor Agnew, junto a los
señoritos, John, Caroline y Fredy. Mami Evelyn, dormía en la despensa y alguna
tarde, cuando la señora iba a la ciudad,
se echaba en la habitación de invitados,
apretando los labios y cerrando mucho los ojos, soportando el calor grasiento y
rebosante del afectuoso señor Agnew que
cabalgaba sobre ella. Los
demás tenían su espacio en los barracones. Los hombres, en el grande, cada uno
tocaba a dos metros cuadrados, el
espacio que ocupaba su jergón de paja y
un baúl de madera sin pulir y, por supuesto, sin cerradura. Las mujeres,
en el barracón pequeño, el que está junto al río. Compartían cama, con un poco de suerte, sólo con una
compañera. Si engendraban algún varón se añadía al lecho hasta los siete años, a partir de entonces, se le encomendaban tareas de adulto y pasaba al barracón
de los hombres. Si era una hembra, se quedaba junto a la madre hasta que
quedase algún jergón libre, siempre por fallecimiento, cosa que ocurría a
menudo entre nosotros. La enfermedad, el agotamiento o la inanición formaban
parte de nuestras vidas.
Los
animales tenían su habitáculo correspondiente en la hacienda. Los caballos en
el establo, gallinas, cerdos y pavos tenían también un techo donde guarecerse.
Teníamos una vaca que parió un ternero y enseguida, se ordenó a los hombres que
modificaran un tabique del establo para que el ternero creciese sano junto a su
madre.
En
Caledonia, Mississippi, ser negro era ser nada. Nosotros pertenecíamos a la
hacienda de los Agnew en la que explotaban 300 hectáreas dedicadas al algodón. Tras
jornadas de catorce horas nos correspondía una escasa cena, generalmente
gachas, maíz y algo de pan duro. Por la mañana, un vaso de leche para los
niños, medio para las niñas y algo de pan y manteca para los adultos. Pero si
eras bastarda y mulata como yo, no sólo te despreciaban los
blancos.
Permanecí
en el barracón de las mujeres hasta los diez años. Mi madre murió aplastada por
una carreta llena de algodón. Permaneció tirada y con las entrañas fuera hasta
que terminó la jornada y nos dieron permiso para darle Santa Sepultura. Esa
misma noche las mujeres me expulsaron del barracón. Bridget y Agnes se tiraban
de los pelos, disputándose nuestra cama y el vestido de flores que usaba
mi madre para ir a la iglesia los domingos. Aproveché para escabullirme dentro
y poner su vestido, mi única herencia, a buen recaudo. Aquella noche dormí acurrucada en el
porche. Amoratada por los palos que no consiguieron sacarme donde lo había
escondido. Dormí allí un par de veces más para guarecerme de la lluvia. Los perros
descansaban sobre una manta vieja y yo me pegué a la pared todo lo que pude.
Mami Evelyn, me despertó a escobazos y
me advirtió, que si volvía a verme durmiendo en el porche, me molería a palos. Desde entonces, vivo en la caseta de
las herramientas que hay tras la letrina. Conseguí un par de sacos vacíos de
harina y durante meses fui robando a puñados algo de Heno a los caballos. Ahora
tengo un catre, algo desinflado y en dos mitades. Comparto mi hogar con un par
de ratas que hace un año intentaron comerme. Desperté gritando cuando una de
ellas había devorado mi lóbulo izquierdo. Cuando escucho el roer de sus
dientes, vuelve el dolor a mi oreja y se me cuela la muerte por la cicatriz que
dejaron en ella, entonces, cuelgo el vestido de mi madre sobre un clavo que
sobresale de un madero de la pared. Ella me hace compañía en mi vigilia,
mientras permanezco sentada y acurrucada sobre el suelo húmedo de tierra.
Abrazada a mi misma. El
invierno entra por las grietas y los nudos de la madera, ahora huecos. Entra
disfrazado de bruma, me envuelve con su tristeza y su sabor a agua estancada,
me cala hasta los huesos, doloridos por las palizas, por el trabajo y el frío.
Cuando el río crece la letrina se desborda y mi insignificante vida se cubre de la inmundicia de otros. Mami Evelyn me regaló una lata de conservas vacía y yo,
se lo agradecí robándole una caja de fósforos. El invierno está siendo muy
duro. La señora pala y el señor azadón ya no me hacen compañía, cada día hablan
menos y, la soledad me sabe a hambre. El ruido de mis tripas hizo que le robara
al gato un par de ratoncillos de campo con los que jugaba hasta reventarles de
agotamiento. Hice un pequeño fuego en mi lata de conservas, les chamusqué el
pelo y me sirvieron de cena. Por la mañana, el olor a pelo y carne quemada me
hizo vomitar.
Ahora
me gusta mi hogar. En los malos momentos, paseo mis manos por los listones de
madera que forman las paredes. De inmediato recibo el consuelo de su tacto
áspero, calloso y agrietado, que me devuelven las caricias del pasado, las de
las manos rugosas y cálidas erosionadas
por el trabajo. En los últimos días, me camelé a los perros, compartí con ellos
los tesoros de mis hurtos. Ahora duermo calentita con mis dos mantas caninas. Me quito el vestido antes de dormir y lo
cuelgo junto al de mi madre, para hacerla compañía y para que no se impregne
del rancio olor del pelaje húmedo que inunda de cariño mi guarida. Sus besos ásperos y pastosos lamen la sal de
mi tristeza y por la mañana tengo que lavarme con el agua gélida del
Mississippi, para quitarme el olor de mi hogar y evitar que me zurren.
El
señorito John. Dejó olvidado junto a las herramientas un bote con hortalizas.
le ocurrió más veces y cuando se lo advertí, me dio seis latigazos delante de
todos. La señora Agnew le obligó, y mientras me azotaba, le brillaban los ojos
a punto de desbordarse. Pasados unos meses, volvió a olvidar su tartera, lo
hacía a menudo. Nunca más volví a decirle nada. Se casó al año de morir mi madre, de esto, hace siete inviernos. Ahora es el Señor Agnew como su padre, y se empeñó en
llevarme a su casa, a pesar de las negativas de su madre. Ahora duermo en su cocina. Cocino y cuido de
su hija. La señorita Catherin. Ya no paso hambre y una capa de carne comienza a
envolver mis huesos. En invierno me regaló un abrigo. Lo dejó, junto al colchón
que extiendo cada noche sobre el suelo, junto al hogar.
Una
noche el señor Agnew, o lo que es lo mismo, el señorito John, se empeñó en que
yo le prepara el baño. Sólo lo hizo una vez. Se despojó de su camisola cuando
todavía estaba vaciando el balde de agua. Entonces se dio la vuelta, me miró a
los ojos, después bajó su mirada hasta
posarla en una gran mancha que tenía en
su abdomen. Volvió a mirarme
asegurándose de que había reparado en ella. Entonces sus ojos brillaron como el
día que me dio los latigazos. Aquella
noche cuando la casa dormía, me levanté el camisón y observe la mancha de
nacimiento que tenía en mi barriga, eran como dos gotas de agua, la suya y la
mía. La mañana siguiente, me puse el vestido de mi madre, sus flores encajaban
en mi cuerpo de diecisiete años. Temí
que él se enfadara. Entró en la cocina a desayunar cuando yo fregaba los
cacharros. Sentí su mano en la espalda, y escuché que decía:
-Estas
preciosa hija mía.
No volvió a repetir esas palabras. Pero puedo sentir que me cuida y que nunca volverá a pasarme nada mientras él esté cerca.