miércoles, 9 de abril de 2014

De azul y plata

«Maldito bicho», piensa. El morlaco le estropea la oportunidad que su escasa edad y su aspecto le han negado durante demasiado tiempo. Le desgarra el muslo. Le rompe el traje azul y plata elegido para la ocasión; a juego con su pelo albino, a juego con su mirada cristalina rodeada de pestañas color plata. Copito golpea con el puño la madera del burladero. Aguanta el llanto. Es torero y a partir de hoy es también matador de toros.
Los subalternos lo toman por las axilas y las corvas, lo llevan a la enfermería mientras él protesta e intenta zafarse. Lo dejan en la camilla. El médico se pone los guantes de látex, estira las puntas de los dedos para ajustarlos. Copito se incorpora para verse la herida. Intenta elevar la pierna y un alarido escapa de su garganta mientras el muslo se abre como si hubiera sido fileteado por un vulgar matarife.
—Mierda —suelta mientras busca algo con qué sujetar el tajo. Toma una venda del carro de acero inoxidable, llena de aire sus pulmones y un grito espontáneo queda atrapado entre sus dientes que se aferran los unos contra los otros como un cepo oprimiendo a su presa. Mientras, presiona la carne y la tela hasta juntarlas con el resto del cuerpo. Se obliga a controlar el temblor de las manos. La primera vuelta de venda es la peor, después, los pinchazos se hacen más dispersos; suben a ráfagas hasta colarse en su estómago.
—¿Qué haces, chiquillo? —pregunta el doctor.
No se molesta siquiera en mirarlo. Sale cojeando de la enfermería y ya en la entrada al callejón las tripas no soportan la presión. Se enjuga las lágrimas con el reverso de sus manos. Llena de aire los pulmones devolviendo la gallardía al traje de luces y da un paso adelante poniéndose a tiro de los espectadores.
Un silencio mortecino invade la plaza. El sol lo acecha, le quema la cara y la vista. Añora las gafas bajo las que suele protegerse y maldice la inutilidad de sus pestañas. No hay aplausos. El murmullo regresa al tendido ignorando al muchacho. Gira sobre sí mismo observando el graderío, tiene que protegerse la cara haciendo sombra con la mano y se jura a sí mismo que logrará captar su atención. Sus ojos quedan atrapados por la dolorosa sonrisa de la madre. Ella mira al cielo y él la acompaña en el viaje. Después, con un ligero gesto, ella le indica el camino hacia el centro del coso. Ya en el primer paso Copito siente como se le desgarra de nuevo la carne del muslo. Lo ignora y se introduce en el burladero. Un rayo le entra como un aguijón por la herida. Lo recorre por dentro, de abajo a arriba, quemándole las entrañas. El silencio martillea sus oídos. Se gira de nuevo y observa al publico aburrido. Entorna los ojos, uno más que otro, apenas unos segundos. Baja la mirada hasta el albero. El cuerpo tenso, altivo, la cabeza humillada. «Maldita mi suerte», piensa. «El bizco no va a fastidiarme la tarde».
Restriega las suelas de las manoletinas contra el albero. Se estira henchido como un gallo. El gentío se acomoda en los asientos. A copito le viene otro pinchazo que en su recorrido le eriza el bello hasta separar la piel de las carnes y asciende por la columna hasta depositarse en la nuca, provocándole un espasmo. Ya en el centro de la plaza ofrece su montera a la madre, después, al cielo. La besa y la lanza al aire. La exclamación del público le avisa de su mala suerte. Cierra los ojos unos segundos y una mueca desfigura su rostro. Camina hacia el toro tensando la muleta, preparando el envite. Ya no tiene ojos nada más que para el bizco. Avanza hacia él mirándolo, desafiándolo.
Hace un par de naturales y los termina con desdén, realiza un par de derechazos y el toro parece aburrirse, se le escapa la atención y Copito tiene que ir a buscarlo. A un par de pasos otra llamarada le abrasa el muslo. El calor le sube hasta la cabeza. Miles de gotas se alojan en su frente y piensa por un momento que va a desmallarse. Se acerca al burladero y pide agua. Se enjuaga la boca y escupe. Derrama el líquido sobrante por su cabeza.
—Copito deberías entrar pa dentro. Se te va la vida por la corná.
Copito lo mira con desprecio y contesta:
—Antonio Llanos, maestro. Me llamo Antonio y soy matador. Y eso es lo que voy a hacer. Daré estoque al morlaco. Ya habrá tiempo para coserme el roto.
Regresa a la faena. Realiza un par de doblones y termina con un natural cambiado por la espalda. Parece que ahora tiene bien sujeto al toro. Tras nuevos derechazos, apenas siente dolor. La hinchazón parece querer desnudarlo y siente como el traje le queda pequeño. Siente frío y debilidad. Se espabila y se regaña a sí mismo. Se luce con un natural terminando en un pase de pecho. Siente el aliento de toro cuando le acaricia  los pitones con la muleta. Se recrea haciendo el pase lento, sintiendo el palpitar del morlaco en su propio pecho hasta liberar la muleta que termina el baile en el rabo del animal.
Copito va hasta la barrera y recoge el estoque. Arrastra su pierna  y encoje el gesto. Ve a su madre junto al médico, sabe entonces, que la cosa pinta fea. Toma la muleta y camina hacia el toro dispuesto a terminar la faena con éxito. Se coloca y clava la pierna izquierda en la arena. Miles de cristales ascienden, como fuegos artificiales. Gira el pie, asentándose en el terreno, ahogando un nuevo gemido que le desfigura el rostro. Levanta ligeramente su pierna derecha apoyando la punta de la manoletina en el albero. La sangre revienta el dique y comienza a salir a borbotones. Inunda la venda y el torero siente el calor bajándole por la pierna. Inmediatamente, el calor sube con olor a tierra mojada, dejándole cierto regustillo a óxido.
Agita los brazos, aireando la torera, hasta colocar el estoque en posición. Carraspea advirtiendo a su garganta que esté atenta. Observa al bizco. Siente su negrura colándosele por la mirada. El olor a muerte hace que sienta frio y sin embargo el sol le abrasa la cara.
Por fin el bizco se rinde a sus órdenes. Copito adelanta la muleta hacia la cara del toro. El morlaco tiene las manos juntas, lo indispensable, los omoplatos abiertos, la cabeza gacha y la mirada en la arena. El torero eleva la espada apuntando hacia el lomo. El dolor ya no está en la pierna sino en la cabeza. Se esfuerza en ignorarlo.
            —Eheeee! —grita lanzándose sobre el toro.
Agita la muleta y da un paso adelante. Engaña al toro. Lo guía por la izquierda mientras Copito escapa por la derecha, pegadito a él, asestándole la estocada en todo lo alto. El toro cae fulminado, Copito se obliga a mantenerse en pie. Se le nubla la vista y se le agudiza el oído. Disfruta de la ovación del público y la sonrisa invade su cara. El tendido se pone en pie. Miles de pañuelos cubren de un blanco impoluto el tendido. Abajo, Copito cae al suelo y el rojo tiñe el albero.


martes, 1 de abril de 2014

De Paris a Buenos Aires

De Paris a Buenos Aires hay once mil kilómetros de distancia, o lo que es lo mismo, trece largas e interminables horas de vuelo. De Paris a Buenos Aires hay un inmenso océano que atravesar, pero lo más importante es, que de Paris a Buenos Aires hay un antes y un después, un trayecto que cambiará mi vida.
Tendré que empezar por el principio para lograr hacerme entender. Hacía sólo unos días, estaba instalada en mi buena vida; con mi trabajo, por el que tanto he luchado y a tantas cosas he renunciado, y compartiendo vida con un hombre apuesto, adinerado y de exitoso prestigio profesional. Llegado a este punto tendré que ser completamente sincera ya que según ponga los pies en tierra, lo primero que haré será tirar este papel, esta declaración de intenciones, confesión, no sé como llamarlo. Sólo sé que tengo la necesidad de decirme la verdad por una vez en la vida. He tomado una decisión importante y si me engaño sólo obtendré un rotundo fracaso. He apostado todo lo que tengo a un solo número. Todo o nada. Así que lo mínimo que puedo hacer por mi es enfrentarme a mi verdad. Claro que siempre puedo dar marcha atrás y tomar un vuelo de regreso. Otras trece horas, otros once mil kilómetros, y otro océano que atravesar para intentar retomar mi vida donde la he dejado.
No. No lo haré. Me lo he prometido a mi misma. No hay marcha atrás. Relataré los hechos para estar convencida de que lo que estoy haciendo no es una locura. ¿Por donde iba? ¡Ah sí! …Llegado a este punto tengo que ser sincera conmigo misma, decía. Hace tiempo que sé que me engaña. Lo ha hecho otras veces, siempre con diferentes mujeres, creo que por eso me convencí de que era a mi a quien amaba realmente. Hace siete días estábamos en una fiesta organizada por su empresa. Le vi desaparecer ante mis narices con una mujer embutida en un vestido verde de raso que marcaba sus enormes bragas a lo Bridgets Jones. Estaba empezando a estar harta de justificarle en mi interior mientras le veía con la camisa mal abrochada y la vergüenza olvidada en algún cuarto,  mientras  ella regresaba con el carmín fuera de sus labios y el rubor de las prisas saliendo por su escote.
Decidí tomarme la revancha. Me largué de la fiesta sin avisar. Preparé un escueto equipaje, lo imprescindible para alejarle definitivamente de mi corazón y que su actitud no volviera a herirme, pero, nunca pensé en dejarle. Jamás le perdonaría aunque no estaba dispuesta a perder todo lo que había conseguido con el esfuerzo de años de duro trabajo. Decidí convertirle en mi trofeo y darle un poco de su propia medicina. Compré por internet el primer vuelo a Paris que encontré, decidida a pasármelo en grande. «Me acostaré con todo ser que camine sobre dos patas y guarde una tercera en la recámara», pensé. Esa era mi venganza. Estaba dispuesta a gastarme todo el dinero que hiciera falta, el suyo y el mío. Ya en el aeropuerto reservé una habitación de hotel a la altura de las circunstancias. Elegí el Hotel Plaza Athenee. La habitación estándar, a seiscientos treinta y cinco euros la noche, me pareció suficientemente caro para mi venganza.
El primer día tras un lujoso desayuno, recorrí los Campos Elíseos, Avenue Montaigne y Rue Royale. Pasé el día entre Louis Vuitton, Prada y Hermés. El segundo día decidí dedicarlo a mi cuerpo, eliminaría toda marca producida por el amargo despecho. No hay nada que un buen tratamiento no pueda restaurar, sobre todo si cuesta dos mil trece euros. «Tenía que haber hecho esto hace mucho, mucho tiempo», pensé en ese momento. El tercer día, con el alma cargada de venganza, la visa tiritando y eso sí, la piel de todo mi cuerpo tersa y aterciopelada, decidí abandonar la habitación repleta de caros suvenires y salir a por mi primera presa. Paseé hasta la Torre Eiffel y subí  a lo más alto, como cualquier turista. Allí arriba el alma se me escapaba por los ojos mientras mi mirada intentaba distraerla ofreciéndome las vistas de Paris a mis pies. «Tenía que aprender a enterrar mis sentimientos y convertirme en un ser frío e interesado para no volver a sufrir», me repetía a mi misma. Tropecé con alguien, pedí disculpas sin mirar y lo maldije al ver que me había partido una uña por la que había pagado una fortuna. Paseé por Montmartre y terminé mi tercer día en la plaza Pompidou. Me senté en una terraza, y descubrí mi objetivo a tres mesas de distancia. Un hombre trajeado y solitario discutía acalorado con su móvil. Era apuesto y de planta intachable. Dejó el móvil sobre la mesa, reparó en mi y me sonrió. Le devolví la sonrisa y seguí con mi café. Decidida a atacar al fin, me puse en pie dispuesta a ir a por todas. Un músico callejero tocaba Bandeón Arrabalero. La sugestión del tango unida a la pasión de la madera y las cuerdas de aquel violín, moldeado seguramente por las manos expertas de un buen Luthier, crearon una fuerza superior que ató mis pies al suelo, haciéndome tropezar. Me caí haciendo añicos un tacón, mi orgullo y toda probabilidad de éxito. Mi objetivo se alejaba sonriendo mientras alguien susurraba algo a mi oído, intentando levantarme del suelo.  Mi bello objetivo se alejaba, mientras que un hombre de pelo oscuro desmelenado y nariz a lo Franco Battiato sujetaba con su mano izquierda un violín y con la otra intentaba ayudarme aponerme en pie. Mi mirada trataba de frenar al guapo ejecutivo, alejar al músico callejero y de nuevo se posaba sobre el ejecutivo para atraerle hacia mi.
El músico regresó al banco y siguió tocando. Comenzó aquel tango de nuevo y yo me perdí entre las notas de aquel violín. Se me escaparon las horas. Empezaba a anochecer. Él limpiaba con esmero aquella joya de madera, cuando terminó, se me acercó y casi susurrando me dijo:
—Este, ¿Puedo sentarme con vos? ¿si me permitís te invito a cenar? —Dejó su violín en una silla y se sentó en la otra—. Mi nombre es Máximo pero todos me llaman Max. ¿Cómo os llamás?
—Ana —respondí.
 No tenía muy claro si me apetecía o no que se sentase a mi mesa. Había sido muy amable al ayudarme, y yo había permanecido ¿Cuánto? ¿Un par de horas en aquella terraza? Por la escasa luz así debía ser, pero no lo hice por él. Su tango había sido el culpable de mi tropiezo. No encontraba  otra explicación. Ahora le tenía en mi mesa, frente a mi. Aquel músico cortes no me caía demasiado bien, había truncado mi cacería y guapo lo que se dice guapo no era. Su melena desmadrada, su enorme nariz junto a unos ojos algo rasgados y tristones, no me animaban a que le pusiera el primero de mi lista en mi intencionada venganza. Su cálida voz meció mi espíritu adormeciéndolo. Cuando despertó, habíamos cenado y me invitó a dar un paseo por el Sena. Terminamos tumbados en el césped de la playa urbana. Sacó su violín y tocó sólo para mi. Disfrutamos del resto de la noche charlando, hasta casi el amanecer.
—¿Sabés bailar tango?
—No tengo ni idea.
—Paris es el mejor lugar para aprender.  Si querés, puedo enseñarte.
—Ahora no, gracias. Estoy cansada, creo que debo irme a dormir.
—¡Ahá!, mañana entonces. —Se quitó los zapatos y me pidió los míos. Los lanzó al Sena, me sonrió y me ofreció su mano. Estoy segura de que en otro momento le hubiera gritado enfurecida, pero estaba realmente cansada y algo aturdida por la música con la que lo envolvía todo. Paseamos descalzos hasta su apartamento, era algo que no había hecho desde que era niña. Su violín me despertó interpretando «Por una cabeza».
—Buenos días. La primera es para vos, siempre será para vos. —Me besó en la frente y salió del apartamento. Sobre la mesa estaba mi desayuno. Un café, un croissant y una nota. «Ya sabés donde encontrarme».
Regresé a mi habitación de hotel. Me duché mientras tomaba la determinación de no acercarme más por Pompidou. Pasé todo el día confinada entre las salas del Louvre. Encontré otro objetivo y decidí seguirlo. Sus pies me llevaron de nuevo hasta la famosa plaza. Me enfurecí por seguirlo obediente sin observar el camino. Me encontraba en el único lugar del mundo en el que no quería estar. No deseaba volver a verlo. Me alejaba de mi objetivo perverso. De nuevo, el llanto de su violín y la música que salía de su boca me confundieron. Estaba tocando con tanta pasión, que pensé que sus ojos lloraban aun estando cerrados. Me rendí de nuevo. Me senté en la misma mesa que el día anterior. Se acercó sonriendo, dejó su violín sobre la mesa y tiró de mi, apartándome un par de metros de la terraza del café.
Colocó mis manos en el lugar correcto de su cuerpo. Sus manos susurraban en el mío y sus palabras acariciaban mi cuello.
 —Te estuve esperando, que bueno que viniste. Es hora de bailar tu primer tango. Acá, ahora, vos y yo.
       Comenzó a susurrarme un viejo tango, lento y bajito. La gente y las calles se desvanecieron hasta dejarnos solos. Esa noche nos quedamos en la plaza, sentados en el banco donde él tocaba.
—¿A que has venido a Paris? —le pregunté.
—Vine a buscarla a vos.
Mientras hablábamos, buscaba a otro hombre entre la gente que caminaba con prisas para regresar a sus casas.
—¡Dejá de buscar! Allá fuera no encontrarás lo que vos viniste a buscar. Vos sabés muy bien que debés mirar acá —dijo golpeando con suavidad su corazón—. Tenés alma de tango. Si escuchás la canción que hay en tu interior, vos te querrás tanto como te quiero yo. —Hubo un largo silencio. Parecía dudar, tras unos instantes, continuó hablando algo circunspecto—. Regreso a mi querido Buenos Aires si vos te querés algún día, hacérmelo saber. Sólo puedo ofreceros mi voz quebrada y un tango para despertar. Eso y cosas pequeñas, de las que hacen la vida más bella. Todo cuanto poseo es pequeño. Bueno, todo menos esta boluda —dijo riendo mientras señalaba su nariz—. A mi me parece linda, me da el oxígeno que me permite vivir.
            Sonreí. Recordé lo inmensa que me pareció al principio, pero se empequeñecía ante mi vista y, como todo lo suyo, hacía mi existencia más grande.
—Siento haber roto tu uña, pero vos me rompiste el corazón.
—¿Choqué contigo en la torre?
—Chocaste con tu verdad, este,  y también conmigo.
No hay nada más bello en este mundo que bailar un tango guiada por unos pies expertos, unas manos sutiles y una mejilla acariciando tu cara. Era mi primer tango en Paris.  Reservar  el último para esta bella ciudad, no puede traer nada más que desgracias. Paris es una ciudad de comienzos.
Amanecí en mi habitación sola y con un silencio apesadumbrado en el aire. Echaba de menos el gemido de su violín, sus melódicas palabras y su nariz haciéndome cosquillas en el cuello mientras me susurraba, entonces sonó el teléfono de la mesilla.
—Señora. Un hombre dejó un paquete para usted.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo, señora. Acaba de irse.
Bajé a la recepción como alma que lleva al diablo. El corazón se me salía por la boca. El hombre de recepción sacaba del mostrador su violín enfundado. Lo miré y corrí hacia la puerta intentando darle alcance. Justo a un metro de ella apareció Oliver, mi chico. Me abrazó fuerte pensando que corría para lanzarme a sus brazos, se me escaparon aquellos que me susurraron caricias y canciones de amor.
—¡Guau! Te ha dado fuerte —dijo observando la recepción del hotel. Recogí el violín y subimos a mi habitación.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado?
—Difícil no seguir el rastro de tu visa. La cuenta se mueve últimamente como una tragaperras empeñada en dar el premio gordo. Espero que ya te hayas desahogado y estés satisfecha. —Entonces volvió a mentirme—. Sabes que sólo te quiero a ti. —Que vulgares parecían esas palabras en su boca ahora que sabía como sonaban en la voz de Max—. Lo he captado, vengo a pedirte disculpas y a llevarte de regreso a casa. No volverá a ocurrir. Cambiaré, te lo prometo.
Terminamos en la cama, él a lo suyo y yo intentando ensordecer un susurro que no me dejaba concentrarme. Por fin se quedó dormido. Aproveché a ir al baño y me senté en el sillón a mi regreso. Le observaba dormido frente a mi. Abrazada a aquel violín que calmaba temporalmente el dolor que producía el silencio de Máx.
Leí por fin su nota:  —Si vos te querés algún día, hacérmelo saber. Mientras tanto cuidámelo, es lo segundo que más amo». A continuación había escrito su dirección de Buenos Aires, su Facebook, su mail, su teléfono y por último añadió el teléfono de su madre. «Hasta el de mi vieja, (te resultará entrañable),  es una mujer muy linda». Y al final de la nota, una posdata: «No podrás decir que no pudiste encontrarme».
Miré a Oliver, mire los bolsos sin estrenar y las demás compras. Observé aquella habitación y me aferré al violín asustada. Sé que es una locura. Uno no abandona todo por alguien que apenas conoce. Tal vez me haya enamorado de una quimera, pero, todo me conduce a él; mis pasos, incluso los de otros. Llevo varios días intentando alejarme pero una fuerza extraña, invisible, me arrastra hacia él una y otra vez. Me armé de valor y cogí la visa una vez más. Compré un billete a Buenos Aires, metí un par de cosas en la maleta y dejé todas las compras  junto a la visa, sobre la cama, haciendo compañía a Oliver. Cerré con cuidado la puerta y salí sin mirar atrás. Imprimí el billete en recepción y aproveché para mandarle un mail.
«Ya me estoy queriendo y tu violín está demasiado callado sin ti».
Llevo doce horas metida en este avión, he dejado todo por alguien que ni siquiera conozco, que me promete cosas pequeñas que harán de mi vida algo especial. Jamás he sentido la ausencia de unas manos como siento la de las suyas. Jamás fue tan doloroso un silencio. Y nunca pensé que un pedazo de madera podría darme tanto consuelo en mi espera. Ahora pienso si me pasé de poética y de escueta con el mail que le envié.



 Ana se sentó en el suelo del aeropuerto mientras esperaba que la cinta escupiera su maleta. Releyó lo que había escrito en el avión, cuando apareció su maleta, respiró hondo y tiró su escrito en una papelera. Salió de la zona de seguridad sintiendo una bofetada de humedad y algo de frío. Se paró un instante para volver a tomar aire, sonrió y comenzó a caminar.
Una voz tras ella entonaba:
—Acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu suspirar…El día que me quieras…
 Ana se quedó paralizada, Max se puso frente a ella, tuvo que quitarle la maleta y el violín a los que se aferraba. La besó en los labios y sin dejar de cantar comenzó a bailar su segundo tango, susurrando en su cuerpo con las manos, cantando en su oído, acariciándole el cuello con su nariz. 

—Te estuve esperando, que bueno que viniste. Es hora de bailar tu segundo tango. Acá, ahora, vos y yo.

Registro

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