...Siempre pensé que ella inventó
aquella historia para justificar mi nacimiento fruto de alguna infidelidad. Supongo
que mis ojos azules y mi pelo negro azabache confirmarían las sospechas de
aquel marido de pelo lacio y ojos color miel, con la piel algo cetrina y porte
ramplón que salió de la maternidad para no volver jamás. Supongo que me lo
contó para eso y para envolver nuestra existencia con esa magia con lo que lo
cubría todo. Me encantaba esa historia, a lo largo de mi vida la he escuchado
millones de veces.
Mi
madre no usaba aquel coche que envejecía en el callejón de atrás. De vez en
cuando echaba algo de gasolina y daba un par de vueltas a la manzana para
mantenerlo con vida. No había dinero para más. Una vez al mes volvía a aquel
túnel a sacarle brillo al coche y a devolverle la dignidad que se merecía.
Durante más de treinta años fue puntual a su cita, esperando que aquel ser
mágico regresara para recoger su clave. Siempre que podía, la acompañaba.
Cuando cumplí los ocho años consideró que era lo suficientemente mayor para
ayudarla a cuidar de aquel objeto. Bajo la protección de las esponjas, abrió la
guantera y puso la clave mágica en mi mano. A mi me pareció que era una simple
piedra pulida por el agua de mar, y el símbolo grabado en algún extraño idioma
al que ella se refería, me dio la sensación de que era el rastro que había
dejado el largo descanso de algún molusco. Pero siempre consideré que mi madre
era una mujer sabia y que tenía la virtud de ver otros mundos que convivían con
el nuestro, ¡como iba yo a llevarle la contraria!
Fui creciendo. Cada año de mi
existencia lo celebrábamos merendando unos churros en San Ginés y en la sesión
de tarde de los cines Luna. Compartíamos nuestro hogar con unos pequeños
duendes, que según decía mi madre, devoraban todo lo que encontraban. Por eso
en casa nunca había demasiada comida. Mi madre compraba lo justo para el día. Me aseguraba que cuando preparaba los
ingredientes, siempre había de sobra para ella, para mí, e incluso para saciar
a los pequeños duendes. Casi siempre me obligaba a comerme todo, me prometía que ella comería cuando fuera camino de alguno de los trabajos que
mendigaba en las porterías y comercios del barrio. A mis amigos les encantaba
venir a mi casa, era la más pequeña y humilde, pero siempre había sonrisas y
abrazos repletos de chocolate para todos. Pasábamos tardes enteras fabricando
coches y aviones con los cartones y restos de pinturas que me regalaba el Señor
Antonio, el vecino del primero A, que era pintor.
Mi madre decía que yo era esa
persona especial, ese compañero que la protegía y ayudaba en su difícil misión.
Nuestros viajes al lavado continuaron y yo fui creciendo. Necesitaba las noches
para estudiar pero ella debía descansar para poder trabajar. Mi madre ocupaba
la litera de abajo, compró una cortina de esas que se utilizan en las salas de
audiovisuales y la colocó en su litera para dejarme el resto de la casa iluminada
y poder dormir. Por aquel entonces la animaba a salir con algún hombre, pero
ella siempre me contestaba que aquel hombre mágico regresaba mientras
todos dormían, que comenzaron siendo amigos y, con una risita tonta, me
confesaba que ahora eran algo más que eso. A menudo me sorprendía dándome los
buenos días junto con recuerdos y abrazos de aquel hombre con el que se citaba
en sueños.
Siempre me pregunté como era posible
que en aquella casa donde todo era escaso, jamás faltara un céntimo para pagar
mis estudios. Una tarde de viernes, estando yo limpiando mientras mi madre
regresaba de uno de sus trabajos, descubrí bajo la litera una baldosa algo
despegada. Encontré un hueco en el suelo y en él, un montoncito de billetes
pequeños y usados, guardados con amor y con el sacrificio de mucha hambre.
Aquella tarde lloré y cometí un gran pecado. Robé a mi madre cincuenta pesetas.
Me acerqué a la mercería del barrio y compré unos cuantos metros de una tela
preciosa. La dependienta me aseguró que era una tela para cortinas, pero a mi
me pareció de lo más elegante. Lo guardé hasta su cumpleaños, nunca antes había
podido comprar un regalo para ella. Cuando abrió el paquete sonrió con los ojos
llenos de lágrimas y esa misma tarde comenzó a coser.
Terminé
la universidad y me casé. Diré, y no me avergüenzo de ello, que el día que salí
de mi casa con mi traje nuevo y con ella del brazo lloré como un niño. Nuestro
destino estaba a la vuelta de la esquina. La iglesia del Santo Sepulcro. A
escasos cincuenta metros ella se detuvo para secar mis lágrimas silenciosas con
todo su amor. Estaba preciosa, inmersa en su vestido de segunda mano y
maquillada por una vecina.
-Hoy
es otro de nuestros días especiales —me dijo—. Serás inmensamente feliz, mucho
más que hasta ahora, tendrás la responsabilidad de hacer feliz a tu esposa y a
los niños que vengan. Yo estaré siempre aquí. Y tú, aunque ahora vivas con
ella, siempre estarás conmigo. Recuerda que siendo feliz, harás felices a los
demás. Y sólo buscando la felicidad de los tuyos, encontraras la propia.
Las
cosas me han ido bien desde entonces, intenté que mi madre se
viniera a vivir con nosotros y tuviera por fin la vida que se merecía. Ella se
negaba porque temía que aquel hombre dejara de visitarla en la complicidad de
la noche.
Ahora tengo treinta y ocho años.
Tengo dos hijos preciosos. Ninguno tiene el azul intenso de mi mirada, pero
ambos tienen la sonrisa de mi madre. En casa también hay duendes aunque no
comen como los de mi antiguo hogar, sólo juegan con los niños y esconden cosas
de vez en cuando. En casa siempre hay sonrisas y docenas de tabletas de
chocolate. Mi madre murió hace seis años. La encontré tumbada en su cama con el
semblante sereno y una sonrisa en la boca. Sigo conservando su viejo ochocientos
cincuenta. Soy un nostálgico, y ayer, como cada siete de mayo, regresé al viejo
túnel de lavado de la calle Prieto. Debo ser de los pocos clientes que siguen
siendo fieles y supongo que no le queda mucho tiempo de vida. Cuando las
esponjas comenzaron a dar vueltas, comprobé que aquella piedra permanecía en la
guantera. Enormes gotas de colores comenzaron a salpicar el coche hasta
cubrirlo de oscuridad. Sentí el ruido de la puerta y me salpicaron algunas
gotas. Volvió la luz y aquel hombre tan
parecido a mi, me abrazó y me dio las gracias por haber sido tan buen compañero
y haberla cuidado durante todo ese tiempo. Me pidió la clave, había llegado el
momento de devolverla a su lugar. Volvió a abrazarme, me aseguró que ella estaba bien y todo volvió
a la normalidad. Aparté el coche de la salida del túnel y salí para respirar. Miraba el coche esperando que tal vez pudiera darme una explicación y lograr
entender lo que había sucedido. El coche mantenía su silencio, mi cara sonreía
mientras las lágrimas correteaban por mis mejillas y unas manchas multicolores
se secaban en mi camisa.
¡Qué tiempos aquéllos los del Seat 850 en los que se disfrutaba con tan poco!
ResponderEliminarYo también tengo una historia de Seat 850 color verde oliva. Ya hay otra cosa que nos une, Betty.
Son muchas, sí, y las que nos quedan por descubrir.
EliminarBetty por favor, dime que hay una tercera parte!! Quien es? Qué poder tiene esa piedra? Acaso no lo he captado bien? Va a tener un tercer hijo? Uff
ResponderEliminarJe je je. Ya te contaré.
EliminarBetty, eres genial y tus historias siempre están tan llenas de sensibilidad!!! Por favor, continua las historias....Pilar
ResponderEliminarAyer discutía con un compañero de teclas, otro soñador, sobre que la responsabilidad de no llegar al lector es sólo del escritor. Él decía que los lectores deben poner algo de su parte, puede tener parte de razón, pero si uno espera demasiado de los demás, puede bajar la guardia y obtener resultados mediocres. Intento no relajarme, pero me siento muy afortunada por el entusiasmo de muchos de vosotros.
EliminarContinua. El toque irreal se te da muy bien.Besos.Obregón.
ResponderEliminarGracias, seguiremos esforzándonos. Más besos.
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