martes, 3 de diciembre de 2013

El tunel de lavado de la calle Prieto (segunda parte)

        
        
            ...Siempre pensé que ella inventó aquella historia para justificar mi nacimiento fruto de alguna infidelidad. Supongo que mis ojos azules y mi pelo negro azabache confirmarían las sospechas de aquel marido de pelo lacio y ojos color miel, con la piel algo cetrina y porte ramplón que salió de la maternidad para no volver jamás. Supongo que me lo contó para eso y para envolver nuestra existencia con esa magia con lo que lo cubría todo. Me encantaba esa historia, a lo largo de mi vida la he escuchado millones de veces.
Mi madre no usaba aquel coche que envejecía en el callejón de atrás. De vez en cuando echaba algo de gasolina y daba un par de vueltas a la manzana para mantenerlo con vida. No había dinero para más. Una vez al mes volvía a aquel túnel a sacarle brillo al coche y a devolverle la dignidad que se merecía. Durante más de treinta años fue puntual a su cita, esperando que aquel ser mágico regresara para recoger su clave. Siempre que podía, la acompañaba. Cuando cumplí los ocho años consideró que era lo suficientemente mayor para ayudarla a cuidar de aquel objeto. Bajo la protección de las esponjas, abrió la guantera y puso la clave mágica en mi mano. A mi me pareció que era una simple piedra pulida por el agua de mar, y el símbolo grabado en algún extraño idioma al que ella se refería, me dio la sensación de que era el rastro que había dejado el largo descanso de algún molusco. Pero siempre consideré que mi madre era una mujer sabia y que tenía la virtud de ver otros mundos que convivían con el nuestro, ¡como iba yo a llevarle la contraria!
            Fui creciendo. Cada año de mi existencia lo celebrábamos merendando unos churros en San Ginés y en la sesión de tarde de los cines Luna. Compartíamos nuestro hogar con unos pequeños duendes, que según decía mi madre, devoraban todo lo que encontraban. Por eso en casa nunca había demasiada comida. Mi madre compraba lo justo para el día. Me aseguraba que cuando preparaba los ingredientes, siempre había de sobra para ella, para mí, e incluso para saciar a los pequeños duendes. Casi siempre me obligaba a comerme todo, me prometía que ella comería cuando fuera camino de alguno de los trabajos que mendigaba en las porterías y comercios del barrio. A mis amigos les encantaba venir a mi casa, era la más pequeña y humilde, pero siempre había sonrisas y abrazos repletos de chocolate para todos. Pasábamos tardes enteras fabricando coches y aviones con los cartones y restos de pinturas que me regalaba el Señor Antonio, el vecino del primero A, que era pintor.
            Mi madre decía que yo era esa persona especial, ese compañero que la protegía y ayudaba en su difícil misión. Nuestros viajes al lavado continuaron y yo fui creciendo. Necesitaba las noches para estudiar pero ella debía descansar para poder trabajar. Mi madre ocupaba la litera de abajo, compró una cortina de esas que se utilizan en las salas de audiovisuales y la colocó en su litera para dejarme el resto de la casa iluminada y poder dormir. Por aquel entonces la animaba a salir con algún hombre, pero ella siempre me contestaba que aquel hombre mágico regresaba mientras todos dormían, que comenzaron siendo amigos y, con una risita tonta, me confesaba que ahora eran algo más que eso. A menudo me sorprendía dándome los buenos días junto con recuerdos y abrazos de aquel hombre con el que se citaba en sueños.
            Siempre me pregunté como era posible que en aquella casa donde todo era escaso, jamás faltara un céntimo para pagar mis estudios. Una tarde de viernes, estando yo limpiando mientras mi madre regresaba de uno de sus trabajos, descubrí bajo la litera una baldosa algo despegada. Encontré un hueco en el suelo y en él, un montoncito de billetes pequeños y usados, guardados con amor y con el sacrificio de mucha hambre. Aquella tarde lloré y cometí un gran pecado. Robé a mi madre cincuenta pesetas. Me acerqué a la mercería del barrio y compré unos cuantos metros de una tela preciosa. La dependienta me aseguró que era una tela para cortinas, pero a mi me pareció de lo más elegante. Lo guardé hasta su cumpleaños, nunca antes había podido comprar un regalo para ella. Cuando abrió el paquete sonrió con los ojos llenos de lágrimas y esa misma tarde comenzó a coser.
Terminé la universidad y me casé. Diré, y no me avergüenzo de ello, que el día que salí de mi casa con mi traje nuevo y con ella del brazo lloré como un niño. Nuestro destino estaba a la vuelta de la esquina. La iglesia del Santo Sepulcro. A escasos cincuenta metros ella se detuvo para secar mis lágrimas silenciosas con todo su amor. Estaba preciosa, inmersa en su vestido de segunda mano y maquillada por una vecina.
-Hoy es otro de nuestros días especiales —me dijo—. Serás inmensamente feliz, mucho más que hasta ahora, tendrás la responsabilidad de hacer feliz a tu esposa y a los niños que vengan. Yo estaré siempre aquí. Y tú, aunque ahora vivas con ella, siempre estarás conmigo. Recuerda que siendo feliz, harás felices a los demás. Y sólo buscando la felicidad de los tuyos, encontraras la propia.
Las cosas me han ido bien desde entonces, intenté que mi madre se viniera a vivir con nosotros y tuviera por fin la vida que se merecía. Ella se negaba porque temía que aquel hombre dejara de visitarla en la complicidad de la noche.
            Ahora tengo treinta y ocho años. Tengo dos hijos preciosos. Ninguno tiene el azul intenso de mi mirada, pero ambos tienen la sonrisa de mi madre. En casa también hay duendes aunque no comen como los de mi antiguo hogar, sólo juegan con los niños y esconden cosas de vez en cuando. En casa siempre hay sonrisas y docenas de tabletas de chocolate. Mi madre murió hace seis años. La encontré tumbada en su cama con el semblante sereno y una sonrisa en la boca. Sigo conservando su viejo ochocientos cincuenta. Soy un nostálgico, y ayer, como cada siete de mayo, regresé al viejo túnel de lavado de la calle Prieto. Debo ser de los pocos clientes que siguen siendo fieles y supongo que no le queda mucho tiempo de vida. Cuando las esponjas comenzaron a dar vueltas, comprobé que aquella piedra permanecía en la guantera. Enormes gotas de colores comenzaron a salpicar el coche hasta cubrirlo de oscuridad. Sentí el ruido de la puerta y me salpicaron algunas gotas. Volvió la luz y aquel  hombre tan parecido a mi, me abrazó y me dio las gracias por haber sido tan buen compañero y haberla cuidado durante todo ese tiempo. Me pidió la clave, había llegado el momento de devolverla a su lugar. Volvió a abrazarme, me aseguró que ella estaba bien y todo volvió a la normalidad. Aparté el coche de la salida del túnel y salí para respirar. Miraba el coche esperando que tal vez pudiera darme una explicación y lograr entender lo que había sucedido. El coche mantenía su silencio, mi cara sonreía mientras las lágrimas correteaban por mis mejillas y unas manchas multicolores se secaban en mi camisa. 

8 comentarios:

  1. ¡Qué tiempos aquéllos los del Seat 850 en los que se disfrutaba con tan poco!

    Yo también tengo una historia de Seat 850 color verde oliva. Ya hay otra cosa que nos une, Betty.

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  2. Betty por favor, dime que hay una tercera parte!! Quien es? Qué poder tiene esa piedra? Acaso no lo he captado bien? Va a tener un tercer hijo? Uff

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  3. Betty, eres genial y tus historias siempre están tan llenas de sensibilidad!!! Por favor, continua las historias....Pilar

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    Respuestas
    1. Ayer discutía con un compañero de teclas, otro soñador, sobre que la responsabilidad de no llegar al lector es sólo del escritor. Él decía que los lectores deben poner algo de su parte, puede tener parte de razón, pero si uno espera demasiado de los demás, puede bajar la guardia y obtener resultados mediocres. Intento no relajarme, pero me siento muy afortunada por el entusiasmo de muchos de vosotros.

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  4. Continua. El toque irreal se te da muy bien.Besos.Obregón.

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